El MAS y el nacionalismo
Oprimidos pero no vencidos, Silvia Rivera
distingue entre una memoria larga vinculada a lo colonial y una corta
relacionada a lo sucedido en 1952. De la primera vienen los indigenismos
en general y de la segunda el “nacionalismo revolucionario”, tal como
lo entiende Luis H. Antezana, es decir, como una noción que sirve para
leer la política boliviana, pero que ya no es privativa del Movimiento
Nacionalista Revolucionario (MNR).
En coincidencia
con esa distinción, en el número de diciembre de 2006 de la revista
Nueva Sociedad, Fernando Mayorga describe el carácter del Movimiento Al
Socialismo (MAS) que solo estaba meses en el poder: “Luego de varias
décadas de predominio neoliberal, con un sistema de partidos centrado en
el establecimiento de coaliciones de gobierno, la sociedad boliviana
asiste hoy a una transición estatal conducida por un proyecto político
que combina elementos de nacionalismo e indigenismo”.
El MAS, entonces, no oscila entre uno u otro, sino que se ha movido
articulando elementos de ambas tendencias, continuando tareas que se
plantearía el nacionalismo revolucionario, pero encarándolas de modo
distinto, acorde a los tiempos o dándoles un nuevo enfoque. Por ejemplo,
si el primer gobierno del MNR creó cohesión social mediante la “alianza
de clases” y un proceso de homogeneización cultural bajo el mestizaje;
el MAS da continuidad a esta tarea, pero creando cohesión desde el
reconocimiento de la pluralidad nacional (Mayorga), creando a un nuevo
sujeto de derecho: el indígena originario campesino.
Finalmente, en esta articulación entre nacionalismo e indigenismo, el
énfasis ha sido puesto en el primero, hecho que es explicado por Mayorga
como un auténtico “giro programático” que hizo el MAS hacia el centro
de la política nacional; esto se evidencia en que bajó el tono de la
crítica a lo colonial y se prepara para celebrar, en 2025, el
Bicentenario de la República.
El editor
Crítica a la historiografía de la Revolución del 52
La noción de historia oficial (oficializada), de
la historia con mayúscula, ha sido puesta en crisis desde hace tiempo
por la teoría a partir de la nueva historiografía, iniciada, para
algunos, en la manera novedosa de acercarse al pasado del historiador
Fernand Braudel, sobre todo en su El Mediterráneo y el mundo
mediterráneo en la época de Felipe II. (1949)
En
Bolivia, la publicación del libro La bala no mata sino el destino (Mario
Murillo, Plural, 2012) abrió este debate a partir de su crítica a la
historiografía específica de lo que precisamente la Historia llamó la
“Revolución Nacional” de 1952. Esta discusión es un gran tema de la
epistemología actual de la ciencia histórica.
En lo
general, lo que el texto de Murillo pone en cuestión es la creación de
un sujeto histórico por la historiografía; en particular, que el relato
oficial más o menos científico de la Revolución Nacional hace que los
sujetos históricos de este hecho sean determinados nombres (Víctor Paz
Estenssoro, Juan Lechín Oquendo, Hernán Siles Zuazo, entre otros) y no
los actores anónimos y espontáneos de la insurrección.
Lo importante de la crítica de Murillo a un corpus delimitado de libros
que son canónicos sobre este periodo está en su afirmación general de
que la historiografía boliviana se ha subordinado a una historia general
del Estado boliviano (y por ende a los dichos y hechos de los
estadistas) o como dice el filósofo francés Jaques Rancière (en Los
Nombres de la historia. Una poética del saber, 1992) que a diferencia de
la nueva historiografía, la convencional se ha dedicado a atribuir
grandes hechos a “grandes” nombres.
Hay que mencionar
que entre la historiografía puesta en cuestión está el libro Historia
de Bolivia (1997) de Carlos D. Mesa Gisbert, José de Mesa y Teresa
Gisbert, por lo que hubo cierta polémica al respecto. Carlos Mesa
escribió un texto en el que señaló: “Lo curioso es que los testimonios
que enriquecen su libro (de Murillo) no desmienten las premisas
fundamentales que se pretenden descalificar. La razón es muy sencilla.
Es imposible separar las acciones individuales de las colectivas, los
liderazgos intelectuales, políticos y militares de los liderazgos
intermedios y la acción del pueblo”.
Más allá de
esta polémica particular, acá es importante la actual discusión teórica
sobre la construcción del sujeto histórico que parece sancionarse a
favor de uno nuevo: la masa anónima. Este abordaje teórico lo realiza
Jacques Rancière —si bien Murillo no utiliza este texto en su marco
teórico, parece que echa muchas luces sobre la discusión—.
Rancière problematiza precisamente el vacío que la historiografía ha
dejado al centrarse en los grandes nombres propios de monarcas, papas,
nobles, etcétera, y no en los sujetos concretos y cotidianos que llama
“testigos mudos”. Contrapone a esta manera de historiar el caso de Jules
Michelet y su Historia de la Revolución Francesa. (1847-1853). Aquí, el
enciclopedista se detiene en las cartas de la gente a la nueva
República, que en el fondo son cartas de amor. Se da voz al testigo
mudo, no al Soberano decapitado de la Historia (Luis XVI), sino al
pueblo. Esto tiene un paralelo en Bolivia con las cartas de indignación
de poblaciones del país tras enterarse de la invasión chilena dirigidas a
la patria, las cuales también son cartas de amor.
Pero volviendo al tema, más allá de la especificidad y la crítica
concreta de Murillo a un corpus dado y a la creación de una episteme que
él asegura es funcional al MNR, opera en su libro el asesinato
simbólico del estadista como sujeto histórico. Se falla entonces a favor
del testigo mudo, enmudecido por la institución de la Historia, tal
como se podía interpretar en la mención que se hacía de Rancière.
Con una serie de transposiciones a partir de este teórico francés se
hace el siguiente juego. El soberano soy yo, decían los reyes en la
monarquía. Tras el triunfo de la Revolución Francesa el pueblo
insurrecto dirá: el soberano ahora soy yo (lo cual se ha transferido hoy
a la democracia que considera que “el soberano” es la categoría
“pueblo” que vota).
Este movimiento, en el caso
particular de la Revolución de 1952, da como resultado que ésta no es el
MNR: “la Revolución del 52 somos nosotros, los que peleamos en las
calles y no los estadistas que llegaron con posterioridad”, dirían los
testigos enmudecidos. Quien muere simbólicamente en el texto de Murillo
es Paz Estenssoro como metonimia de los estadistas convertidos
automáticamente en sujetos de la historia boliviana.
Esto último es lo importante en esta discusión de la propuesta de
Murillo, además de los valiosos testimonios de actores y testigos de las
jornadas de abril de 1952. La reflexión sobre la historiación desemboca
en un paralelo que ya insinúa el autor de La bala no mata... con la
“guerra del gas” de octubre negro. Si Paz Estenssoro no estaba en
Bolivia durante las jornadas de abril, Evo Morales tampoco durante la
lucha de octubre de 2003.
Si Murillo postula cierto
grado de marginalidad o la no centralidad por parte del MNR durante el
9, 10 y 11 de abril, se puede decir sin error que el Movimiento Al
Socialismo (MAS) y su estructura partidaria no fueron determinantes, ni
mucho menos, en las jornadas de octubre de 2003, pues quienes en
realidad tienen mayor parte del crédito son los vecinos de El Alto y La
Paz, en ese orden. Esto podrá dar una idea a los futuros historiadores
que abordarán el periodo que vivimos para responder, ¿quién es el sujeto
histórico del proceso de cambio?, ¿los movimientos sociales?, ¿los
gabinetes de Morales?, ¿Morales mismo? o ¿los insurrectos que salieron a
las calles espontáneamente en octubre sin filiación partidaria alguna?
Siguiendo el paralelo, si Murillo dice que la historia oficializada del
MNR termina por ser una historia general del Estado boliviano y de los
dichos y hechos de los estadistas de ese momento (es decir, que se
centra en las medidas gubernamentales como la nacionalización de las
minas, el voto universal o la reforma agraria), el futuro historiador,
si sigue la nueva historiografía que propone Rancière, ¿debería
centrarse en el producto final de la Asamblea Constituyente, los números
estadísticos del crecimiento económico producto de la
neonacionalización de los hidrocarburos, o en la historia del indígena
anónimo de Tierras Bajas que caminó en 1992 pidiendo una Asamblea
Constituyente o el grito de los alteños en 2003, que tenían a la muerte
como poca cosa antes que vender gas a Chile?
Rancière
responde: “La revolución de la ciencia de la historia quiso justamente
revocar la primacía de los acontecimientos y los nombres propios en
beneficio de las largas duraciones y la vida de los anónimos”.
MAS, ‘nacionalismo revolucionario del siglo XXI’
Tanto en lo positivo como en lo negativo, varios
son los parecidos entre el Movimiento Al Socialismo (MAS, en tanto
partido ya con diez años en el poder) y el nacionalismo revolucionario
del siglo pasado. Además, ya en 2007, el sociólogo Fernando Mayorga
notaba en el partido de gobierno una tensión entre el indigenismo y el
nacionalismo.
Ahora, con un panorama más cierto a
partir de la vigencia de la Constitución de 2009, la neonacionalización
de los hidrocarburos y el fortalecimiento del Estado, se puede encontrar
paralelismos entre hoy y el 52 que quizás permitan hablar de un
‘nacionalismo revolucionario del siglo XXI’ en el proyecto del MAS.
Atender a estos ecos se hace pertinente en razón de los 63 años de las
jornadas del 9, 10 y 11 de abril de 1952, gracias a las cuales ascendió
al poder el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), pero que dejó
puntos pendientes o que los cumplió con matices. Varios puntos de esa
agenda han sido recogidos por el MAS de acuerdo con la coyuntura actual.
Por ejemplo, la nacionalización de las minas del MNR es tan diferente
de la neonacionalización de los hidrocarburos del MAS, que un purista
podría llegar a objetar el uso de esta palabra en el caso masista;
aunque, desde el otro lado, en crítica al 52, también alguien podría
cuestionar la exorbitante indemnización que dio el gobierno del MNR a
las empresas nacionalizadas...
Con signo negativo,
por ejemplo, el demógrafo Raúl Prada habló repetidas veces de la gestión
del proceso de cambio como la reproducción del Estado-Nación del 52.
Pero ¿cómo y dónde se escuchan estos ecos nacionalistas en el MAS?
Mayorga primero deja en claro que entre las corrientes internas en el
partido de gobierno, no se trata de indigenismo versus nacionalismo,
sino de su articulación.
¿Qué se plantea el
nacionalismo revolucionario del 52 como eje? Responde Mayorga: que la
estructura de poder esté en manos del Estado y no de empresarios mineros
articulados a las transnacionales; soberanía sobre los recursos
naturales; integración territorial; conformación de una colectividad con
identidad propia, es decir, cohesión social bajo la idea de nación.
Desde 1952, en estos puntos hubo pasos adelante y retrocesos.
SUJETO Y NACIÓN. En lo relativo a la búsqueda de cohesión social, la
crítica indígena al MNR fue que se la quiso lograr bajo una
homogeneización excluyente. El mestizaje apuntó hacia hacer desaparecer
la diferencia occidentalizando a los originarios bajo la categorización
de “campesinos”.
“Entonces —dice el sociólogo—, con
un Estado Plurinacional se tiene un reconocimiento de la diversidad
étnica, se toma una serie de medidas de discriminación positiva, se
reconoce en la Constitución una serie de usos y costumbres propios que
se institucionalizan en el Estado, y con eso se obtiene mayor
cohesión; entonces se logra una comunidad política con fuerte sentido de
pertenencia”. Ese sentido patriótico es el que ahora el Gobierno quiere
exponer y mostrar: el orgullo de ser boliviano. “La vigorosa
interpelación indígena termina por alimentar un sentimiento
nacionalista, la idea de ‘Bolivia potencia’. Se podría decir que en los
discursos del Gobierno se está repitiendo aquella frase de (Franz)
Tamayo: ‘Atrevámonos a ser bolivianos’”.
El senador
del MAS Carlos Romero también analiza las dos influencias de las que
habla Mayorga (nacionalismo e indigenismo) para leer las continuidades,
pero también las distancias, entre el nacionalismo revolucionario y el
MAS. El contexto de la revolución nacional es de homogeneizar, como se
dijo. El Convenio 107 (1957) de la Organización Internacional del
Trabajo (OIT) expuso que las “poblaciones indígenas” (aún no se hablaba
de ‘pueblos’) debían “incorporarse al Estado en términos de asimilación
de los valores occidentales para desarrollarse”, parafrasea Romero.
“Eso se pensaba como un salto cualitativo porque el enfoque anterior
decía que eran poblaciones bárbaras y salvajes, en este caso se las
reconocía en abstracto. Lo que señalaba ese convenio era lo que el
gobierno del 52 creía. Entonces, si bien es homogeneizante, se incorpora
a la vida política, se da acceso a la tierra y educación a la población
rural”.
Así, la Revolución del 52 “se ha
complementado con el proceso de cambio (impulsado por el MAS)”, en el
sentido en que el Convenio 169 de la OIT (1989) (que sustituye al 107),
reconoce que los pueblos originarios “son ciudadanos iguales al resto,
pero son diferentes desde lo colectivo y así se respeta su diferencia
cultural”.
El Estado Plurinacional —sigue el
senador— entonces profundiza el reconocimiento de ese sujeto colectivo,
que además se constituye en uno de los núcleos organizativos del Estado.
“Desde ese punto de vista, hay una correlación entre la Revolución
Nacional del 52 y la Revolución Democrática y Cultural que lidera el
Movimiento Al Socialismo”. Esta continuidad de tareas en lo cultural
sigue en la agenda política, como lo demostró la polémica, posiblemente
falsa, sobre la noción de “mestizo”, en referencia a una pregunta del
último Censo (2012).
“Antes, la nación era una, ahora
se la piensa como pluralidad, pero representada por el Estado —expresa
Mayorga. El Estado Plurinacional está terminando las tareas de
formación de comunidad política iniciada el 52, por eso se puede hablar
de un nacionalismo revolucionario del siglo XXI”. Eso quiere mencionar
—afirma— que se da con un nuevo sistema de actores y un nuevo modelo de
desarrollo (“porque incorpora el Vivir Bien en sus planes de
nacionalización”). Quien le ha dado un nombre pertinente, asegura, es
Fernando Calderón: “neodesarrollismo indígena”. Entonces, se insiste en
que hay tareas pendientes de construcción nacional que tuvieron un
momento importante de realización bajo la Revolución de abril de 1952.
En los últimos 30 años surgieron otras interpelaciones que pusieron en
cuestión la dimensión cultural e ideológica de pertenencia a la nación
—argumenta Mayorga—, particularmente planteamientos desde lo étnico
indígena y lo regional. Había varias maneras de responder a esta crisis
del Estado, pero “eso implicaba articular elementos del nacionalismo y
del indigenismo”.
Cuando el MAS asumió el proyecto de
Constitución del Pacto de Unidad, el acento era puesto sobre su
carácter indigenista: “esta propuesta se trataba de un Estado
Plurinacional solo sobre la base de autonomías indígenas con
autodeterminación y no autonomías departamentales”, precisa. “Ahí había
una crítica al nacionalismo como comunidad política de expresión de lo
boliviano y su intento homogeneizador; sin embargo, también se reforzaba
la idea nacionalista de que es el Estado el que debe administrar los
recursos”. Entonces, el nacionalismo estaba vigoroso por el
posicionamiento del tema hidrocarburífero como una demanda fuerte, pero
articulada a lo indígena.
“En la Asamblea
Constituyente, no obstante, el diseño final incorpora autonomías
departamentales. Ya en la implementación de la nueva Constitución se ven
estos contrastes y las diferentes formas de articulación que se van a
ir tamizando”. Para ejemplificar esta última afirmación, el sociólogo
pone el ejemplo del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure
(TIPNIS), cuando el Gobierno quiso construir una carretera por ese
reservorio y sus pobladores lo rechazaron inicialmente, ganando el apoyo
de la población urbana, sobre todo de La Paz. Posteriormente, hubo una
consulta previa y aceptaron el proyecto desarrollista, pero el
movimiento indígena quedó dividido hasta hoy y el Gobierno no dio un
paso más para concretar el proyecto.
En el TIPNIS
—argumenta— se tiene una clara disputa entre la vigencia de la soberanía
territorial (que es prerrogativa del Estado desde el nacionalismo más
convencional) y los derechos colectivos de las naciones y pueblos
indígenas (“que constituyen la médula de la concepción plurinacional del
Estado”). Entre los derechos colectivos está la consulta previa para
definir una acción en su territorio. “En el TIPNIS entra en
contradicción la voluntad de soberanía estatal versus la vigencia de un
derecho colectivo. El Estado opta por subordinar el derecho colectivo
particular al colectivo nacional, representado por el Estado. Entonces,
se pide la consulta previa y ahí el Estado termina incorporando la
interpelación indígena, reforzando de este modo la capacidad
representativa del Estado.
NACIONALIZACIÓN. Tras la
caída del MNR, el MAS retomó la nacionalización, pero esta vez no de la
minería, sino de los hidrocarburos y de las empresas estratégicas, a fin
de que el Estado controle el excedente (actualmente hay voces dentro
del MAS en favor de una nacionalización de la minería).
El MNR nacionalizó las minas para contrarrestar a la Rosca que
controlaba las minas para el capitalismo extranjero. El Estado recuperó
así el control del excedente, lo que se tradujo en inversión pública,
como enumera Carlos Romero: unos 25 millones de dólares para los
complejos agroindustriales en el oriente, infraestructura caminera,
rutas interprovinciales sobre todo en el oriente, más otros temas de
seguridad social. “No obstante, no se dio el paso a la
industrialización, lo que produjo un intercambio desigual que frustró la
liberación económica”.
Entre la nacionalización de
las minas y la de los hidrocarburos (hecha por Morales), “hay un
parangón”: “ambas generaron excedente, ambas representan un control
estatal del nucleo principal de la economía boliviana y la recuperación
de soberanía económica en contextos políticos distintos”. La diferencia
que nota el senador está en que la medida del MNR se revirtió tras la
descapitalización que significó la aprobación de indemnizaciones
excesivas a los potentados mineros de la época; ahora (bajo el gobierno
del MAS) el Estado no se ha descapitalizado. Empero, la tarea pendiente
de la industrialización que debió operar hace 50 años se está iniciando
recién con las refinerías y proyectos objeto de crítica, como Papelbol y
otros.
Otros dirán, sin embargo, que la
nacionalización de los hidrocarburos no existió, sino que solo fue una
compra mayor de acciones de las empresas antes capitalizadas, lo que
contrasta con la escena mediática de policías militares tomando los
campos hidrocarburíferos en 2006.
TERRITORIO. En el
tema de la soberanía territorial, Mayorga hace un paralelo. La forma de
ejercerla para el MNR fue “la marcha hacia el oriente; en los 80 fue la
descentralización municipal que implicó la institucionalidad estatal en
todo el territorio; hoy se tiene un diseño más fuerte con las
autono-mías departamentales e indígenas. Ése es claramente un discurso
del Gobierno de cara a la presencia del Estado en todo el país”.
En el ámbito territorial también pesa la medida de 1953 de la Reforma
Agraria. En occidente se impulsó un modelo de desarrollo farmer
(formación del pequeño productor campesino) para liberar a los pongos de
su condición servidumbral y darles tierra para que las familias
campesinas se incorporen al mercado capitalista —explica Romero—
mientras que en oriente se dio un modelo junker (formación del gran
terrateniente, latifundista) para transformar las haciendas de
características medievales en modernas unidades capitalistas.
“El proceso de cambio también ha hecho transformaciones en la
estructura agraria, como la modalidad de las Tierras Comunitarias de
Origen. 24 millones de hectáreas están bajo el control y la propiedad
jurídica colectiva de los pueblos indígenas, lo que falta es mejorar su
gestión territorial y productiva que aún es limitada”, concluye Romero.
AGENDA 2025. Si algo muestra a Mayorga el “giro programático” con tilde
en el nacionalismo revolucionario es precisamente la adopción de la
Agenda Patriótica 2025, “donde se tiene la continuidad y la ruptura
plasmada en política pública”.
“Ya no es agenda
plurinacional, sino patriótica —que es un sentido convencional del
nacionalismo. La agenda señala la celebración de la fundación de la
República, del país, del pasado”. Además, la palabra que más se repite
es “soberanía” (alimentaria, tecnológica) —interpreta—. “¿Quién
representa a la soberanía?, ¿el pueblo? Sí, el día de las elecciones,
porque quien encarna la soberanía es el Estado y eso es nacionalismo en
general; pero ¿por qué revolucionario?, porque aquí hay un sujeto
popular que impulsa la transformación, que no es el pueblo como alianza
de clases, sino esta coalición campesino indígena que se traduce en el
sujeto plurinacional reconocido por la Constitución”. El “giro
programático” sugerido por Mayorga no ve que se deje el indigenismo,
sino que pone el acento sobre el nacionalismo revolucionario. La
consecución de la agenda 2025, en lo más importante (eliminación de la
pobreza, acceso universal a servicios básicos y seguridad alimentaria),
“haría diluir los elementos ideológicos de que el proceso sea más o
menos indigenista”.
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