lunes, 13 de abril de 2015

9 de abril, 1952

El MAS y el nacionalismo

El MAS, entonces, no oscila entre uno u otro, sino que se ha movido articulando elementos de ambas tendencias, continuando tareas que se plantearía el nacionalismo revolucionario, pero encarándolas de modo distinto, acorde a los tiempos o dándoles un nuevo enfoque.

La Razón (Edición Impresa) / La Paz
00:04 / 12 de abril de 2015
 Oprimidos pero no vencidos, Silvia Rivera distingue entre una memoria larga vinculada a lo colonial y una corta relacionada a lo sucedido en 1952. De la primera vienen los indigenismos en general y de la segunda el “nacionalismo revolucionario”, tal como lo entiende Luis H. Antezana, es decir, como una noción que sirve para leer la política boliviana, pero que ya no es privativa del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR).
En coincidencia con esa distinción, en el número de diciembre de 2006 de la revista Nueva Sociedad, Fernando Mayorga describe el carácter del Movimiento Al Socialismo (MAS) que solo estaba meses en el poder: “Luego de varias décadas de predominio neoliberal, con un sistema de partidos centrado en el establecimiento de coaliciones de gobierno, la sociedad boliviana asiste hoy a una transición estatal conducida por un proyecto político que combina elementos de nacionalismo e indigenismo”.
El MAS, entonces, no oscila entre uno u otro, sino que se ha movido articulando elementos de ambas tendencias, continuando tareas que se plantearía el nacionalismo revolucionario, pero encarándolas de modo distinto, acorde a los tiempos o dándoles un nuevo enfoque. Por ejemplo, si el primer gobierno del MNR creó cohesión social mediante la “alianza de clases” y un proceso de homogeneización cultural bajo el mestizaje; el MAS da continuidad a esta tarea, pero creando cohesión desde el reconocimiento de la pluralidad nacional (Mayorga), creando a un nuevo sujeto de derecho: el indígena originario campesino.
Finalmente, en esta articulación entre nacionalismo e indigenismo, el énfasis ha sido puesto en el primero, hecho que es explicado por Mayorga como un auténtico “giro programático” que hizo el MAS hacia el centro de la política nacional; esto se evidencia en que bajó el tono de la crítica a lo colonial y se prepara para celebrar, en 2025, el Bicentenario de la República.
El editor

Crítica a la historiografía de la Revolución del 52

¿De quién es la Revolución de 1952?, ¿del MNR?, ¿de los partisanos anónimos que lucharon en abril? Estas preguntas ponen sobre la mesa la problemática de quién ha sido y quién debe ser el ‘sujeto de la historia’.
La Razón (Edición Impresa) / Ricardo Aguilar Agramont / La Paz
00:06 / 12 de abril de 2015
La noción de historia oficial (oficializada), de la historia con mayúscula, ha sido puesta en crisis desde hace tiempo por la teoría a partir de la nueva historiografía, iniciada, para algunos, en la manera novedosa de acercarse al pasado del historiador Fernand Braudel, sobre todo en su El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. (1949)
En Bolivia, la publicación del libro La bala no mata sino el destino (Mario Murillo, Plural, 2012) abrió este debate a partir de su crítica a la historiografía específica de lo que precisamente la Historia llamó la “Revolución Nacional” de 1952. Esta discusión es un gran tema de la epistemología actual de la ciencia histórica.
En lo general, lo que el texto de Murillo pone en cuestión es la creación de un sujeto histórico por la historiografía; en particular, que el relato oficial más o menos científico de la Revolución Nacional hace que los sujetos históricos de este hecho sean determinados nombres (Víctor Paz Estenssoro, Juan Lechín Oquendo, Hernán Siles Zuazo, entre otros) y no los actores anónimos y espontáneos de la insurrección.
Lo importante de la crítica de Murillo a un corpus delimitado de libros que son canónicos sobre este periodo está en su afirmación general de que la historiografía boliviana se ha subordinado a una historia general del Estado boliviano (y por ende a los dichos y hechos de los estadistas) o como dice el filósofo francés Jaques Rancière (en Los Nombres de la historia. Una poética del saber, 1992) que a diferencia de la nueva historiografía, la convencional se ha dedicado a atribuir grandes hechos a “grandes” nombres.
Hay que mencionar que entre la historiografía puesta en cuestión está el libro Historia de Bolivia (1997) de Carlos D. Mesa Gisbert, José de Mesa y Teresa Gisbert, por lo que hubo cierta polémica al respecto. Carlos Mesa escribió un texto en el que señaló: “Lo curioso es que los testimonios que enriquecen su libro (de Murillo) no desmienten las premisas fundamentales que se pretenden descalificar. La razón es muy sencilla. Es imposible separar las acciones individuales de las colectivas, los liderazgos intelectuales, políticos y militares de los liderazgos intermedios y la acción del pueblo”.
Más allá de esta polémica particular, acá es importante la actual discusión teórica sobre la construcción del sujeto histórico que parece sancionarse a favor de uno nuevo: la masa anónima. Este abordaje teórico lo realiza  Jacques Rancière —si bien Murillo no utiliza este texto en su marco teórico, parece que echa muchas luces sobre la discusión—.
Rancière problematiza precisamente el vacío que la historiografía ha dejado al centrarse en los grandes nombres propios de monarcas, papas, nobles, etcétera, y no en los sujetos concretos y cotidianos que llama “testigos mudos”. Contrapone a esta manera de historiar el caso de Jules Michelet y su Historia de la Revolución Francesa. (1847-1853). Aquí, el enciclopedista se detiene en las cartas de la gente a la nueva República, que en el fondo son cartas de amor. Se da voz al testigo mudo, no al Soberano decapitado de la Historia (Luis XVI), sino al pueblo. Esto tiene un paralelo en Bolivia con las cartas de indignación de poblaciones del país tras enterarse de la invasión chilena dirigidas a la patria, las cuales también son cartas de amor.
Pero volviendo al tema, más allá de la especificidad y la crítica concreta de Murillo a un corpus dado y a la creación de una episteme que él asegura es funcional al MNR, opera en su libro el asesinato simbólico del estadista como sujeto histórico. Se falla entonces a favor del testigo mudo, enmudecido por la institución de la Historia, tal como se podía interpretar en la mención que se hacía de Rancière.
Con una serie de transposiciones a partir de este teórico francés se hace el siguiente juego. El soberano soy yo, decían los reyes en la monarquía. Tras el triunfo de la Revolución Francesa el pueblo insurrecto dirá: el soberano ahora soy yo (lo cual se ha transferido hoy a la democracia que considera que “el soberano” es la categoría “pueblo” que vota).
Este movimiento, en el caso particular de la Revolución de 1952, da como resultado que ésta no es el MNR: “la Revolución del 52 somos nosotros, los que peleamos en las calles y no los estadistas que llegaron con posterioridad”, dirían los testigos enmudecidos. Quien muere simbólicamente en el texto de Murillo es Paz Estenssoro como metonimia de los estadistas convertidos automáticamente en sujetos de la historia boliviana.
Esto último es lo importante en esta discusión de la propuesta de Murillo, además de los valiosos testimonios de actores y testigos de las jornadas de abril de 1952. La reflexión sobre la historiación desemboca en un paralelo que ya insinúa el autor de La bala no mata... con la “guerra del gas” de octubre negro. Si Paz Estenssoro no estaba en Bolivia durante las jornadas de abril, Evo Morales tampoco durante la lucha de octubre de 2003.
Si Murillo postula cierto grado de marginalidad o la no centralidad por parte del MNR durante el 9, 10 y 11 de abril, se puede decir sin error que el Movimiento Al Socialismo (MAS) y su estructura partidaria no fueron determinantes, ni mucho menos, en las jornadas de octubre de 2003, pues quienes en realidad tienen mayor parte del crédito son los vecinos de El Alto y La Paz, en ese orden. Esto podrá dar una idea a los futuros historiadores que abordarán el periodo que vivimos para responder, ¿quién es el sujeto histórico del proceso de cambio?, ¿los movimientos sociales?, ¿los gabinetes de Morales?, ¿Morales mismo? o ¿los insurrectos que salieron a las calles espontáneamente en octubre sin filiación partidaria alguna?
Siguiendo el paralelo, si Murillo dice que la historia oficializada del MNR termina por ser una historia general del Estado boliviano y de los dichos y hechos de los estadistas de ese momento (es decir, que se centra en las medidas gubernamentales como la nacionalización de las minas, el voto universal o la reforma agraria), el futuro historiador, si sigue la nueva historiografía que propone Rancière, ¿debería centrarse en el producto final de la Asamblea Constituyente, los números estadísticos del crecimiento económico producto de la neonacionalización de los hidrocarburos, o en la historia del indígena anónimo de Tierras Bajas que caminó en 1992 pidiendo una Asamblea Constituyente o el grito de los alteños en 2003, que tenían a la muerte como poca cosa antes que vender gas a Chile?
Rancière responde: “La revolución de la ciencia de la historia quiso justamente revocar la primacía de los acontecimientos y los nombres propios en beneficio de las largas duraciones y la vida de los anónimos”.

MAS, ‘nacionalismo revolucionario del siglo XXI’

Nacionalismo revolucionario e indigenismo, dos corrientes ideológicas que están presentes en el Movimiento Al Socialismo y en su modo de gestión del Estado.
La Razón (Edición Impresa) / Ricardo Aguilar Agramont / La Paz
00:07 / 12 de abril de 2015
Tanto en lo positivo como en lo negativo, varios son los parecidos entre el Movimiento Al Socialismo (MAS, en tanto partido ya con diez años en el poder) y el nacionalismo revolucionario del siglo pasado. Además, ya en 2007, el sociólogo Fernando Mayorga notaba en el partido de gobierno una tensión entre el indigenismo y el nacionalismo.
Ahora, con un panorama más cierto a partir de la vigencia de la Constitución de 2009, la neonacionalización de los hidrocarburos y el fortalecimiento del Estado, se puede encontrar paralelismos entre hoy y el 52 que quizás permitan hablar de un ‘nacionalismo revolucionario del siglo XXI’ en el proyecto del MAS.
Atender a estos ecos se hace pertinente en razón de los 63 años de las jornadas del 9, 10 y 11 de abril de 1952, gracias a las cuales ascendió al poder el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), pero que dejó puntos pendientes o que los cumplió con matices. Varios puntos de esa agenda han sido recogidos por el MAS de acuerdo con la coyuntura actual. Por ejemplo, la nacionalización de las minas del MNR es tan diferente de la neonacionalización de los hidrocarburos del MAS, que un purista podría llegar a objetar el uso de esta palabra en el caso masista; aunque, desde el otro lado, en crítica al 52, también alguien podría cuestionar la exorbitante indemnización que dio el gobierno del MNR a las empresas nacionalizadas...
Con signo negativo, por ejemplo, el demógrafo Raúl Prada habló repetidas veces de la gestión del proceso de cambio como la reproducción del Estado-Nación del 52. Pero ¿cómo y dónde se escuchan estos ecos nacionalistas en el MAS? Mayorga primero deja en claro que entre las corrientes internas en el partido de gobierno, no se trata de indigenismo versus nacionalismo, sino de su articulación.
¿Qué se plantea el nacionalismo revolucionario del 52 como eje? Responde Mayorga: que la estructura de poder esté en manos del Estado y no de empresarios mineros articulados a las transnacionales; soberanía sobre los recursos naturales; integración territorial; conformación de una colectividad con identidad propia, es decir, cohesión social bajo la idea de nación. Desde 1952, en estos puntos hubo pasos adelante y retrocesos.
SUJETO Y NACIÓN. En lo relativo a la búsqueda de cohesión social, la crítica indígena al MNR fue que se la quiso lograr bajo una homogeneización excluyente. El mestizaje apuntó hacia hacer desaparecer la diferencia occidentalizando a los originarios bajo la categorización de “campesinos”.
“Entonces —dice el sociólogo—, con un Estado Plurinacional se tiene un reconocimiento de la diversidad étnica, se toma una serie de medidas de discriminación positiva, se reconoce en la Constitución una serie de usos y costumbres propios que se institucionalizan en el Estado, y con eso se obtiene mayor cohesión; entonces se logra una comunidad política con fuerte sentido de pertenencia”. Ese sentido patriótico es el que ahora el Gobierno quiere exponer y mostrar: el orgullo de ser boliviano. “La vigorosa interpelación indígena termina por alimentar un sentimiento nacionalista, la idea de ‘Bolivia potencia’. Se podría decir que en los discursos del Gobierno se está repitiendo aquella frase de (Franz) Tamayo: ‘Atrevámonos a ser bolivianos’”.
El senador del MAS Carlos Romero también analiza las dos influencias de las que habla Mayorga (nacionalismo e indigenismo) para leer las continuidades, pero también las distancias, entre el nacionalismo revolucionario y el MAS.  El contexto de la revolución nacional es de homogeneizar, como se dijo. El Convenio 107 (1957) de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) expuso que las “poblaciones indígenas” (aún no se hablaba de ‘pueblos’) debían “incorporarse al Estado en términos de asimilación de los valores occidentales para desarrollarse”, parafrasea Romero.
“Eso se pensaba como un salto cualitativo porque el enfoque anterior decía que eran poblaciones bárbaras y salvajes, en este caso se las reconocía en abstracto. Lo que señalaba ese convenio era lo que el gobierno del 52 creía. Entonces, si bien es homogeneizante, se incorpora a la vida política, se da acceso a la tierra y educación a la población rural”.
Así, la Revolución del 52 “se ha complementado con el proceso de cambio (impulsado por el MAS)”, en el sentido en que el Convenio 169 de la OIT (1989) (que sustituye al 107), reconoce que los pueblos originarios “son ciudadanos iguales al resto, pero son diferentes desde lo colectivo y así se respeta su diferencia cultural”.
El Estado Plurinacional —sigue el senador— entonces profundiza el reconocimiento de ese sujeto colectivo, que además se constituye en uno de los núcleos organizativos del Estado. “Desde ese punto de vista, hay una correlación entre la Revolución Nacional del 52 y la Revolución Democrática y Cultural que lidera el Movimiento Al Socialismo”. Esta continuidad de tareas en lo cultural sigue en la agenda política, como lo demostró la polémica, posiblemente falsa, sobre la noción de “mestizo”, en referencia a una pregunta del último Censo (2012).
“Antes, la nación era una, ahora se la piensa como pluralidad, pero representada por el Estado —expresa  Mayorga. El Estado Plurinacional está terminando las tareas de formación de comunidad política iniciada el 52, por eso se puede hablar de un nacionalismo revolucionario del siglo XXI”. Eso quiere mencionar  —afirma— que se da con un nuevo sistema de actores y un nuevo modelo de desarrollo (“porque incorpora el Vivir Bien en sus planes de nacionalización”). Quien le ha dado un nombre pertinente, asegura, es Fernando Calderón: “neodesarrollismo indígena”. Entonces, se insiste en que hay tareas pendientes de construcción nacional que tuvieron un momento importante de realización bajo la Revolución de abril de 1952.
En los últimos 30 años surgieron otras interpelaciones que pusieron en cuestión la dimensión cultural e ideológica de pertenencia a la nación —argumenta Mayorga—, particularmente planteamientos desde lo étnico indígena y lo regional. Había varias maneras de responder a esta crisis del Estado, pero “eso implicaba articular elementos del nacionalismo y del indigenismo”.
Cuando el MAS asumió el proyecto de Constitución del Pacto de Unidad, el acento era puesto sobre su carácter indigenista: “esta propuesta se trataba de un Estado Plurinacional solo sobre la base de autonomías indígenas con autodeterminación y no autonomías departamentales”, precisa. “Ahí había una crítica al nacionalismo como comunidad política de expresión de lo boliviano y su intento homogeneizador; sin embargo, también se reforzaba la idea nacionalista de que es el Estado el que debe administrar los recursos”. Entonces, el nacionalismo estaba vigoroso por el posicionamiento del tema hidrocarburífero como una demanda fuerte, pero articulada a lo indígena.
“En la Asamblea Constituyente, no obstante, el diseño final incorpora autonomías departamentales. Ya en la implementación de la nueva Constitución se ven estos contrastes y las diferentes formas de articulación que se van a ir tamizando”. Para ejemplificar esta última afirmación, el sociólogo pone el ejemplo del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure (TIPNIS), cuando el Gobierno quiso construir una carretera por ese reservorio y sus pobladores lo rechazaron inicialmente, ganando el apoyo de la población urbana, sobre todo de La Paz. Posteriormente, hubo una consulta previa y aceptaron el proyecto desarrollista, pero el movimiento indígena quedó dividido hasta hoy y el Gobierno no dio un paso más para concretar el proyecto.
En el TIPNIS —argumenta— se tiene una clara disputa entre la vigencia de la soberanía territorial (que es prerrogativa del Estado desde el nacionalismo más convencional) y los derechos colectivos de las naciones y pueblos indígenas (“que constituyen la médula de la concepción plurinacional del Estado”). Entre los derechos colectivos está la consulta previa para definir una acción en su territorio. “En el TIPNIS entra en contradicción la voluntad de soberanía estatal versus la vigencia de un derecho colectivo. El Estado opta por subordinar el derecho colectivo particular al colectivo nacional, representado por el Estado. Entonces, se pide la consulta previa y ahí el Estado termina incorporando la interpelación indígena, reforzando de este modo la capacidad representativa del Estado.
NACIONALIZACIÓN. Tras la caída del MNR, el MAS retomó la nacionalización, pero esta vez no de la minería, sino de los hidrocarburos y de las empresas estratégicas, a fin de que el Estado controle el excedente (actualmente hay voces dentro del MAS en favor de una nacionalización de la minería).
El MNR nacionalizó las minas para contrarrestar a la Rosca que controlaba las minas para el capitalismo extranjero. El Estado recuperó así el control del excedente, lo que se tradujo en inversión pública, como enumera Carlos Romero: unos 25 millones de dólares para los complejos agroindustriales en el oriente, infraestructura caminera, rutas interprovinciales sobre todo en el oriente, más otros temas de seguridad social. “No obstante, no se dio el paso a la industrialización, lo que produjo un intercambio desigual que frustró la liberación económica”.
Entre la nacionalización de las minas y la de los hidrocarburos (hecha por Morales), “hay un parangón”: “ambas generaron excedente, ambas representan un control estatal del nucleo principal de la economía boliviana y la recuperación de soberanía económica en contextos políticos distintos”. La diferencia que nota el senador está en que la medida del MNR se revirtió tras la descapitalización que significó la aprobación de indemnizaciones excesivas a los potentados mineros de la época; ahora (bajo el gobierno del MAS) el Estado no se ha descapitalizado. Empero, la tarea pendiente de la industrialización que debió operar hace 50 años se está iniciando recién con las refinerías y proyectos objeto de crítica, como Papelbol y otros.
Otros dirán, sin embargo, que la nacionalización de los hidrocarburos no existió, sino que solo fue una compra mayor de acciones de las empresas antes capitalizadas, lo que contrasta con la escena mediática de policías militares tomando los campos hidrocarburíferos en 2006.
TERRITORIO. En el tema de la soberanía territorial, Mayorga hace un paralelo. La forma de ejercerla para el MNR fue “la marcha hacia el oriente; en los 80 fue la descentralización municipal que implicó la institucionalidad estatal en todo el territorio; hoy se tiene un diseño más fuerte con las autono-mías departamentales e indígenas. Ése es claramente un discurso del Gobierno de cara a la presencia del Estado en todo el país”.
En el ámbito territorial también pesa la medida de 1953 de la Reforma Agraria. En occidente se impulsó un modelo de desarrollo farmer (formación del pequeño productor campesino) para liberar a los pongos de su condición servidumbral y darles tierra para que las familias campesinas se incorporen al mercado capitalista —explica Romero— mientras que en oriente se dio un modelo junker (formación del gran terrateniente, latifundista) para transformar las haciendas de características medievales en modernas unidades capitalistas.
“El proceso de cambio también ha hecho transformaciones en la estructura agraria, como la modalidad de las Tierras Comunitarias de Origen. 24 millones de hectáreas están bajo el control y la propiedad jurídica colectiva de los pueblos indígenas, lo que falta es mejorar su gestión territorial y productiva que aún es limitada”, concluye Romero.
AGENDA 2025. Si algo muestra a Mayorga el “giro programático” con tilde en el nacionalismo revolucionario es precisamente la adopción de la Agenda Patriótica 2025, “donde se tiene la continuidad y la ruptura plasmada en política pública”.
“Ya no es agenda plurinacional, sino patriótica —que es un sentido convencional del nacionalismo. La agenda señala la celebración de la fundación de la República, del país, del pasado”. Además, la palabra que más se repite es “soberanía” (alimentaria, tecnológica) —interpreta—. “¿Quién representa a la soberanía?, ¿el pueblo? Sí, el día de las elecciones, porque quien encarna la soberanía es el Estado y eso es nacionalismo en general; pero ¿por qué revolucionario?, porque aquí hay un sujeto popular que impulsa la transformación, que no es el pueblo como alianza de clases, sino esta coalición campesino indígena que se traduce en el sujeto plurinacional reconocido por la Constitución”. El “giro programático” sugerido por Mayorga no ve que se deje el indigenismo, sino que pone el acento sobre el nacionalismo revolucionario. La consecución de la agenda 2025, en lo más importante (eliminación de la pobreza, acceso universal a servicios básicos y seguridad alimentaria), “haría diluir los elementos ideológicos de que el proceso sea más o menos indigenista”.

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