lunes, 29 de octubre de 2012

Lewis Hanke: El otro tesoro de Las Indias...

El otro tesoro de Las Indias: Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela y su Historia de la Villa Imperial de Potosí


El cultivo de la historia en Las Indias
(por Lewis Hanke)


Cuando Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela decidió hacia 1700 iniciar la composición de la Historia de la Villa Imperial de Potosí, continuaba una gran tradición que la historiografía hispanoamericana había fundado en 1492. Los historiadores deben agradecer siempre el agudo sentido histórico y la convicción uniforme de los españoles sobre que sus hechos en el Nuevo Mundo serían escrupulosamente escudriñados por la posteridad. Colón inició el hábito de escribir sobre América y muchos se sintieron animados a trazar siquiera una parte de su historia, pues la conquista excitó la imaginación de los españoles hasta el punto de mirarla como el acontecimiento más grande desde la venida de Cristo. Aun deambulando por mares y tierras los conquistadores, y catequizando a millones de indios los misioneros, acopiaban materiales históricos y componían historias en una escala monumental.


En los días de Carlos V, escribir historia en América y acerca de América solía ser una expresión de la creencia de los españoles sobre sus altos destinos en el Nuevo Mundo y de su fruición renacentista de la vida. Los indefectibles eclesiásticos participaron de esa inquietud, pues, apenas una década después de llegar los franciscanos, los primeros, a Nueva España, en 1524, ya tenían nombrado un cronista para llevar al día la historia de sus hazañas, y las otras órdenes hicieron lo mismo. Por otra parte, hay en muchas acciones de los españoles en América una deliberada tendencia atrevida, que se refleja en las crónicas primitivas. El joven conquistador Diego de Ordaz, que se afanó por saber qué cosa yacía bajo la ascendente humareda de un volcán mexicano y acabó forzando a Cortés a autorizar la osada empresa sólo porque los indios comprobasen que "no había nada imposible para un español"; el dominico Luis Cáncer, que se consagró obstinadamente a cristianizar a los indios de la Florida despreciando la predicción, finalmente cumplida, de que seria martirizado; la amante del gobernador Pedro de Valdivia, que trató de amedrentar a los indios sitiadores de Santiago de Chile cortando con sus manos las cabezas a seis caciques que estaban en rehenes y echándolas a rodar entre las filas de los invasores: éstas y otras resplandecientes figuras aparecen en el registro de los españoles del siglo XVI en América. Semejantes hazañas todavía esperan su historiador, pues, a pesar de todo, la historiografía hispanoamericana es un campo relativamente poco cultivado.

Mientras la conquista se sucedía, la corona estimulaba a sus subditos en el Nuevo Mundo a informar cuidadosa y cumplidamente sobre los asuntos de ultramar, esperaba sin duda que lo hiciesen, y animaba a historiadores como Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés a escribir crónicas formales. Un considerable número de éstas resultó en consecuencia, y la fantasía se entremezcla allí con los hechos a menudo, pues el Nuevo Mundo era un escenario de maravilla y encantamiento para muchos europeos. Hasta un historiador como Oviedo se complace en brindar exageraciones para solaz de los conterráneos. Así da la descripción de un asno en el Perú, no menos extraordinario que el grifo, pues tenía una cola larga, la mitad superior del cuerpo cubierta de plumas multicolores, y la mitad inferior de una rojiza y suave pelambre; además, podía cantar, si así lo deseaba, en un tono tan plácido como el ruiseñor o la alondra. Oviedo observaba también que el canto de los gallos era menos frecuente y menos estridente que en España, y aun que los gatos del Caribe hacían tan poco ruido en la noche que no interrumpían tanto sus estudios como cuando estuvo en la Universidad de Salamanca. Sin embargo, la lectura de las numerosas crónicas primitivas sugiere en conjunto
la impresión de que los españoles tenían una conciencia honda y seria sobre la importancia de los relevantes sucesos en los que estaban participando, y de que ciertamente no había nada que un español no pudiese hacer, o cuando menos no se atreviese a hacer.

Las más de estas crónicas son muy conocidas desde luego, aunque es ilustrativo saber que Marcel Bataillon puede descubrir nuevas e interesantes facetas en la obra de un historiador tan familiar como Francisco López de Gomara; que José de la Peña y Cámara, director del Archivo General de Indias, está revelando material hasta hoy incógnito sobre Oviedo; y que Manuel Giménez Fernández, de la Universidad de Sevilla, está acopiando, en una exploración benedictina de los archivos, numerosas noticias sobre la vida y la 
Historia de las Indias de Bartolomé de las Casas cuyas doctrinas  y acciones han sido controvertidas por más de 400 años. Dibble y Anderson no han completado todavía su edición monumental del códice florentino de la obra antropológica de Bernardino de Sahagún.

También debe reconocerse la amplitud del interés de estos primeros cronistas, que hoy se magnificaría con algún nombre resonante como "coordinación inter-disciplinaria". Contemplaron la conquista en conjunto, y disertaron sobre la enfermedad y la muerte, el arte y la cocina, los asuntos lingüísticos, la crianza de los niños e infinitos temas que les interesaron en el Nuevo Mundo. Las Casas mismo, tan conocido por sus escalofriantes estadísticas sobre la matanza de indios durante la conquista y por sus escritos polémicos, manifestó también un interés por la enseñanza, una penetración psicológica, y una curiosidad por la naturaleza que aún no son plenamente apreciados. Todas éstas y otras crónicas semejantes hace tiempo que son usadas y reputadas como fuentes valiosas para la comprensión histórica; y sin duda puede decirse que sólo han sido explotadas superficialmente, así como de las primeras minas de Potosí se comenzó por extraer sólo la plata más rica y más a mano. En ambos casos se dejó intocado o apenas aprovechado mucho material valioso.


Primera página de la Chrónica del Perú (1553) de Pedro Cieza de León.

Mientras España ajustaba una estructura estable para regir los territorios recién ganados, se sintió la necesidad de una historia abarcadora y veraz de los hechos de los españoles, y de una información adecuada para administrar el inmenso imperio. Hacia 1570 comenzó una era decisiva para la historiografía cuando Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias, resolvió que para la buena administración se necesitaba un archivo con información sistemática sobre las leyes y los hechos previos, una maquinaria capaz de obtener datos actuales, y un historiador oficial. Así se elaboró un detallado cuestionario para que cada gobernador en América proveyese datos específicos sobre la historia, población, producciones, clima y geografía del territorio respectivo. Iniciado en 1569 como una pequeña encuesta, este cuestionario no tardó en contar con 50 apartes, y a la larga constituyó un volumen impreso de 350 preguntas diferentes. Las "relaciones geográficas" que resultaron de esta batida informativa de las Indias forman hoy una fuente poco conocida y aprovechada todavía.

En 1573 fue nombrado el primer "cosmógrafo y cronista" real para aprovechar el material así acopiado, y más tarde tuvo también acceso a los documentos enviados a España como resultado de la orden de 25 de junio de 1579 por la que se mandó a los principales delegados del rey en América buscar en sus archivos documentos históricos y enviar los originales o copias auténticas al Consejo de Indias para que pudiese escribirse una verdadera y general historia de esas tierras. El historiador y cosmógrafo debía consagrarse
a escribir la historia de las Indias año por año, y es claro, según la descripción siguiente de sus deberes, que el Consejo de Indias quería tanto perpetuar las hazañas de los españoles en América cuanto averiguar cómo
eran esas tierras nuevas:

"Porque la memoria de los hechos memorables y señalados que ha habido y hubiere en nuestras Indias se conserve, el cronista mayor de ellas, que ha de asistir en nuestra corte, vaya siempre escribiendo la historia general de todas sus provincias, o la particular de las principales de ellas, con la mayor precisión y verdad que ser pueda, averiguando las costumbres, ritos, antigüedades, hechos y acontecimientos, con sus causas, motivo y circunstancias que en ellos hubiere, para que de lo pasado se pueda tomar ejemplo en lo futuro, sacando la verdad de las relaciones y papeles más auténticos y verdaderos".También se encargó al cronista mayor que fuese "siempre escribiendo y recopilando la historia natural de las yerbas, plantas, animales, aves, peces, minerales y otras cosas que fueren dignas de saberse y hubiere en las Indias y en sus provincias, islas, mares y ríos, según lo que pudiere saber y averiguar por las descripciones y avisos que de aquellas partes se nos enviaren".

El cronista tendría acceso a todos los papeles pertinentes en el archivo del Consejo de Indias, "y si hallare o supiere que en poder de alguna persona particular hay algunos papeles, relaciones, historias o escrituras que sean importantes para lo que fuere escribiendo o pretendiere escribir, lo advertirá al consejero que fuere comisario de la historia, para que se saquen o copien".

Los funcionarios reales de España demostraron que conocían la naturaleza humana, o por lo menos la de los historiadores irresolutos o perfeccionistas —es significativo que Clío, la musa de la historia, no se representa
nunca escribiendo, sino siempre a punto de poner la pluma sobre el papel— pues el Consejo prescribió solemnemente:

"El cronista mayor, conforme a la obligación de su oficio, ha de escribir continuamente la historia de las Indias en aquella parte natural, moral o política, para que tuviere y se le entregaren más papeles, y lo que fuere escribiendo lo ha de ir manifestando al consejero que fuere comisario de la dicha historia, el cual, antes que se le pague al cronista mayor el último tercio del salario que hubiere de haber cada año, reconocerá lo que en él hubiere escrito, para que se ponga y guarde en el archivo o se imprima y saque a luz, si pareciere conveniente, y de ello le dará la certificación que mereciere, declarando en ella de qué tiempo es lo que en él hubiere escrito y cómo queda puesto en el archivo, para que con esto se le mande pagar el último tercio y
se tenga entera noticia en el Consejo de lo que fuere escribiendo". Junto a la documentación oficial, a las crónicas, y a la narración personal de hechos hazañosos, se fue produciendo otra clase de historia a medida que los españoles, como individuos, contemplaban la conquista y se dedicaban a hacer relaciones sobre aspectos, sucesos o regiones particulares. La clásica Verdadera historia de la conquista de Nueva España por Bernal Díaz del Castillo, la polémica Historia de las Indias de Bartolomé de las Casas, y la descripción del Perú por el juvenil soldado Pedro Cieza de León son ejemplos muy conocidos de aquellas historias.

La lucha por la justicia que agitó gran parte del siglo XVI originó también una vasta e importante literatura histórica. Por ejemplo, el cabildo de la ciudad de México y el emprendedor virrey don Francisco de Toledo en Perú comisionaron la redacción de tratados jurídicos e historias con un propósito político definido: probar que el régimen nativo había sido tiránico y que la dominación española en América fue eminentemente justa, y que los españoles podían en consecuencia imponer tributo a los indios y obligarlos a
trabajar en las chacras y las minas. Así comenzó la producción de una copiosa literatura histórica cuyo objetivo principal fue la exaltación de la obra de España en el Nuevo Mundo, literatura que suponía otra igualmente copiosa dirigida a probar lo contrario. Estas dos escuelas —la "leyenda negra" y la "leyenda blanca"— todavía florecen dondequiera que la acción de España en América se estudia.

Los mayas, incas y otros indios no sólo fueron explotados; también fueron objeto de una intensa campaña misionaría y sus culturas fueron estudiadas. Un aspecto bastante bien conocido de la actividad hispánica en el Nuevo Mundo fueron las extensas investigaciones sobre las civilizaciones nativas. Si bien algunos de estos estudios culturales fueron polémicos y a veces produjeron resultados tendenciosos, los frailes y seglares que trataron de comprender la vida y el idioma de los pueblos que iban conquistando han sido llamados con razón los primeros antropólogos del mundo moderno y las extensas relaciones que compilaron son todavía fuentes valiosas. Los nombres de Toribio de Motolinía, Diego de Landa, Bartolomé de las Casas, Alonso de Zorita y especialmente de Bernardino de Sahagún ocuparon siempre un lugar honroso en la historiografía hispanoamericana por sus contribuciones al estudio de las culturas indias.

Sobre todo, los conquistadores, tan individualistas, y sus descendientes anhelaron que se preservase para la posteridad una relación verídica de sus hazañas. Dentro de este espíritu, los capitulares de Cuzco, Perú, compusieron un extenso memorial y lo dirigieron a la corona en octubre 24, 1572. En un tono ofendido, aquellos dignos varones señalaron que aun los bárbaros, sin saber escribir, como los incas, apreciaban en mucho la necesidad de registrar la historia, mientras los españoles, habiendo acometido grandes hechos y
trabajado mayormente y con más resolución que ningún otro pueblo en el mundo, habían dejado que esas hazañas se olvidasen. Los resultados de esta aguda sensibilidad histórica de los españoles no han sido aún apreciados del todo porque los documentos sólo se han aprovechado en parte y algunas de las historias más substanciosas se han perdido o han sido impresas tardíamente. Aun más, si las crónicas que han desafiado al tiempo tienen que ser valoradas adecuadamente, es menester buscar más a fondo en los archivos de Europa y las Américas donde toneladas, literalmente, de manuscritos inaprovechados
o incógnitos esperan a los investigadores. El mero volumen de la detallada documentación disponible ya es para descorazonar y estimular al mismo tiempo a los historiadores actuales, pero algún día tendremos sin
duda mejores relaciones de los cronistas que con sus escritos mostraron el imperio hispánico de Indias como una parte eminente en la historia de la expansión de Occidente. Entonces los historiadores que se consagraron al tema minero tendrán su parte, y es probable que entre ellos Arzáns sobresalga por su
Historia de la Villa Imperial de Potosí.


Potosí. La primera imagen en Europa. Pedro Cieza de León, 1553.


Los historiadores de Potosí

Exceptuando el espectacular descubrimiento y las dramáticas conquistas de Cortés y Francisco Pizarro, pocos temas han despertado tanta curiosidad e interés de generaciones sucesivas como la fabulosa historia de las minas de Potosí. Por cerca de 400 años los leales potosinos, y otros también, compusieron poemas, novelas, teatro e historias sobre el turbulento y romántico pasado del monte de plata erguido en lo alto de los Andes en uno de los lugares más desolados e inaccesibles de América del Sur. Nadie sabe de cierto cuánto se escribió aunque un boliviano ha intitulado un trabajo sobre el tema Las mil y una historias de la Villa Imperial de Potosí.

Entre los españoles que compusieron extensas relaciones para las autoridades gubernativas con el propósito de influir en sus actos se cuenta Luis Capoche, dueño de un ingenio en Potosí, que escribió una descripción de las minas, desde su descubrimiento hasta su descomunal incremento subsecuente, y relató asimismo los hechos sociales y económicos hasta 1585. Parece que Capoche nació en Sevilla: nos cuenta que, joven, solía contemplar, y preguntarse qué significaba, un curioso escudo de armas a la entrada de la casa de Juan Marroquí, que se había enriquecido en Potosí y había adoptado la huayra, un horno indígena de fundición, como divisa heráldica. Ésta fue la primera noticia de Capoche sobre Potosí, aunque Sevilla debía de exhibir en aquellos días muchas muestras de la riqueza traída desde el Nuevo Mundo. Como uno de sus orgullosos historiadores declaró por el tiempo en que Capoche escribía, de América se habían llevado a Sevilla suficientes tesoros "para empedrar sus calles con oro y plata".

La Relación general del asiento y Villa Imperial de Potosí por Luis Capoche no es una historia formal desarrollada sobre líneas cronológicamente estrictas, o un relato ajustadamente organizado. A través de sus páginas, no obstante, Capoche da muchas noticias de interés histórico.

La Relación de Capoche viene a ser muy demostrativa especialmente para los críticos 40 años iniciales del asiento minero, por los muchos detalles que ofrece sobre la vida y el trabajo de los indios, los desenvolvimientos técnicos, las propiedades mineras y sus dueños individuales, y el incremento del espíritu adquisitivo en un momento crítico de la expansión capitalista en Europa, el siglo XVI.

El competente y prolífico funcionario del Consejo en el siglo XVII, Antonio de León Pinelo, acopió documentos sobre Potosí, inclusa la Relación de Capoche, como preparación para su historia, nunca completada, del mineral, y murió esperando documentos adicionales de las Indias, pues padecía de ese desarreglo perfeccionista que aflige a algunos historiadores en todos los tiempos y bajo todos los climas. Juan Rodríguez de León, hermano de León Pinelo, se quejó porque España olvidaba a sus historiadores que habían escrito sobre el Nuevo Mundo: "Como de las Indias sólo se apetece plata y oro, están sus escritores tan olvidados como sus historias poco vistas, siendo ocupación extranjera la que debiera ser natural de España".

Si es cierto que ninguna historia de Potosí se imprimió en la colonia, no lo es menos que los potosinos estaban orgullosos de la ingente producción de plata y del trabajo de sus minas en lo alto de los Andes. Muchos documentos fueron trazados en Potosí y presentados a las autoridades en La Plata, Lima o Madrid por los procuradores de la Villa, famosos por su tesón y energía. Mas no se publicó ninguna historia formal, a pesar de la profusión de esas solicitudes y otros documentos acumulados en Potosí, Lima y España: correspondencia de funcionarios reales, relaciones vicerreales, actas capitulares, averiguaciones judiciales, expedientes y cartas audienciales, estados anuales de producción de plata, e informaciones eclesiásticas. Empero, esta documentación tenía un aspecto unilateral, y ninguna persona animada por un propósito historiográfico se había puesto a relatar la historia del Cerro en conjunto desde su descubrimiento en 1545. Ni Arzáns fue un historiador oficial, asalariado para estar con el ojo atento a las cosas del Cerro y la
Villa. Arzáns fue un leal potosino que se glorió en relatar los extraños y memorables sucesos acaecidos en su tierra natal. Su obra fue una obra de amor, un tributo a España y al Nuevo Mundo. Aunque mientras España mantuvo su dominio en el Nuevo Mundo se siguió acopiando material historiográfico, y en muchas partes de su vasto imperio autores diversos produjeron trabajos históricos de toda índole hasta que los acontecimientos revolucionarios de 1809 iniciaron una nueva era, parece que Potosí fue el único lugar cuyo fascinante pasado movió a uno de sus vecinos a emprender una historia tan abarcadora y detallada de sus glorias y tragedias como es la Historia de la Villa Imperial de Potosí.

La resolución de Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela a consagrarse a la historia de Potosí representa así un momento decisivo en el desarrollo de la historiografía en América Hispana. Y ésta fue una clase de historia nueva e integral: no la de un conquistador, un eclesiástico, un ministro real, o un minero ansioso del favor real. El espíritu con el cual Arzáns describe un siglo y medio del pasado potosino es asimismo diferente: él era un español nacido en el Nuevo Mundo y cuenta su historia desde el punto de vista de quien ha vivido toda su vida en el aislado Potosí. El padre y los abuelos de Arzáns habían venido de España a Potosí, y es obvio que él mira las hazañas de España en el Nuevo Mundo como algo propio; pero también fue un americano, censuró a veces a los españoles, y no ignoró que los españoles nacidos en el Perú eran distintos, en muchos aspectos importantes, de los españoles peninsulares. Muestra, pues, lo que Jorge Basadre describe como una "conciencia de sí", sentimiento cada vez más creciente en las Indias. Este americano-español produjo una clase especial de historia, como se verá por el análisis que vamos a hacer de la vida y obra de Arzáns.

Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, historiador de Potosí

La historia de la ciudad argentífera de Potosí en el Alto Perú colonial, hoy Bolivia, puede reducirse a una serie de cuadros demostrativos de la cantidad de plata producida cada año, desde el momento en que los españoles comenzaron a explotar las minas en 1545 hasta hoy día, en que el gran Cerro da estaño en vez de plata. Este informe estadístico revelaría la historia económica de Potosí; y algún día, cuando los archivos sean investigados más a fondo, podrá seguramente trazarse una curva que señale las alzas y bajas en la producción correspondientes a la prosperidad y la decadencia en la historia de Potosí. Pero este enfoque, tan útil a los economistas y los historiadores de la economía, no ofrecerá el interés humano que a mí
me preocupa, porque lo que da sentido a la historia de una colectividad son sus gentes y las vidas de sus gentes.

La gran época de Potosí duró desde 1572, en que el virrey don Francisco de Toledo persistió en la adopción del beneficio del mercurio y estimuló la impresionante fábrica de las lagunas que proveyeron energía hidráulica, hasta 1650, poco más de 75 años. Hasta promediado el siglo XVII la ciudad había sufrido tres crisis tan traumáticas que Arzáns planeó primero titular su obra "Las tres destrucciones de la Villa Imperial de Potosí". Éstas fueron: las guerras que el delirio argentífero suscitó entre vicuñas y vascongados en 1622-1625; la ruptura de la laguna de Caricari que causó una inundación devastadora en 1626; y la rebaja de la moneda que tanto afectó a la ciudad hacia 1650. Estas tres calamidades debilitaron sucesivamente a Potosí y le hicieron perder después de 1650 su posición cimera como centro de producción de plata en Hispanoamérica. El auge, en que la Villa alcanzó una población de 160.000 habitantes, mayor que la de cualquier otra ciudad del Nuevo Mundo y la mayor parte de las de Europa, llegó a su fin y comenzó la decadencia. Mas, así como España fue capaz de dar al mundo una imagen poderosa de sí misma aun después que sus fuerzas se habían desvanecido, también Potosí mantuvo la conciencia de su grandeza y de su supremacía mucho después que la producción y la población comenzaron a decaer.

Nuestro historiador Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela nació en Potosí en 1676, cuando las cifras de producción se precipitaban para abajo y durante los 30 años que empleó en escribir la 
Historia desde 1705 hasta su muerte en 1736, la riqueza de Potosí no cesó de disminuir. ¿Qué le indujo a constituirse en el historiador de su ciudad? Quizá al joven rodeado por las iglesias espléndidas y las bellas mansiones del glorioso pasado y sabedor de éste por las historias trasmitidas de generación en generación, la misma decadencia le movió a escudriñar en el pretérito, cuando Potosí era la ciudad más rica del imperio hispánico y la envidia de Europa. Obstinadamente, al evocar la grandeza de los viejos años, exclama: "¡Oh, cuánta grandeza mantuvo esta Villa en los pasados tiempos, y cuánta desdicha posee al presente: Pero qué
de maravilla es este descaecimiento!"

Arzáns llenó unas 1.500 páginas en folio de escritura prieta sobre las vicisitudes de Potosí, pero reveló muy poco sobre sí mismo. Hilvanando la escasa información existente en fuentes dispersas sabemos que Mateo, padre de Bartolomé, nació hacia 1635 en Sevilla en el curso de la ardua peregrinación que los abuelos del historiador hicieron desde Bilbao, España, hasta el Nuevo Mundo, y que Bartolomé nació en 1676 en Potosí, donde pasó su vida modestamente hasta que a fines de enero de 1736 "cortó la parca al estambre de su vida", para usar la expresión grandilocuente de su hijo Diego. Un psicólogo no tendría mucho material para una reconstrucción o un análisis, pues Arzáns no dice nada de su madre, no dice de su padre sino para caracterizarlo como un "osado andaluz" que en cierta ocasión reveló "arrogancia y vanidad", y apenas dice de su hijo Diego que era diestro en el manejo de la espada. Los registros parroquiales de Potosí muestran que Arzáns se casó el 2 de mayo de 1701 con doña Juana de Reina, unos 15 años mayor que él. Arzáns sólo la menciona con discretas generalidades.

Aparte de algunos trozos de información miscelánea autobiográfica, el manuscrito dice poco sobre su familia, su juventud, su formación intelectual y otras circunstancias que nos ayudarían a comprender al hombre que empeñó tanto tiempo y energía en la historia de la Villa Imperial. Su existencia debió de ser tranquila y sin mayores peripecias, si la escasez de información quiere decir algo. En una comunidad tan dada a las discordias públicas y privadas, no se le encuentra implicado en las agrias disputas tan características de la vida colonial. A pesar de su modesto pasar, parece que nunca recurrió en demanda de ayuda a los capitulares o a los oficiales reales, y que ni siquiera informó a las autoridades locales sobre su gran empresa que ciertamente habría conmovido el orgullo de los magistrados potosinos. Este silencio significa que Arzáns no quiso llamar la atención general sobre la tarea que estaba consumiendo tantas horas de su vida. Quizá consideró que la composición de la Historia era una empresa exclusivamente personal y para cumplirse en la oscuridad por causa de las materias azarosas de que trata. Hasta que se revelen nuevos documentos debemos concluir que Arzáns fue ante todo un autodidacto, con poca academia formal, que llenó su mente con una vasta ilustración antigua y moderna y la empleó en un gran trabajo histórico a miles de kilómetros de los centros culturales de Europa y lejos también de las universidades que España estableció en el Nuevo Mundo.

¿Por qué la Historia no se publicó en vida del autor? ¿Por qué se dejó el manuscrito inédito desde la muerte de Arzáns en 1736 hasta que el Comité de Publicaciones del Bicentenario de la Universidad de Brown resolvió hacer la primera edición completa? Muchos españoles consideraron a Potosí "la maquinaria más importante" de todo el reino peruano. Desde un comienzo los potosinos aguzaron un agudo sentido de su propia importancia y el primer escudo de armas que Carlos V concedió a la Villa refleja fielmente este
espíritu de orgullo semejante al espíritu texano: "Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, de los montes soy el rey y envidia soy de los reyes". Cuando Arzáns comenzó a escribir al iniciarse el siglo XVIII, la producción de plata había decrecido tanto que Potosí ya no tenía la preeminencia de antes; mas el orgullo de los potosinos no había disminuido ni habían abandonado la convicción apasionada de que la Villa Imperial constituía un capítulo sobresaliente en la historia de América y ciertamente de todo el mundo. Aun más, la Historia contiene tanta sangre y soberbia, tanta lascivia y santidad, tanto detalle sobre la casi increíble historia de la pasmosa mina andina, que la inedición de esta obra por dos siglos después de su conclusión debe en verdad explicarse.

Aparentemente Arzáns guardó bien su tesoro mientras trabajaba en él, pues desde el comienzo temió la crítica y esperó que alguien derramase detracciones sobre sus escritos. Los historiadores hispanoamericanos aprendieron temprano que su vida era azarosa. Agustín de Zarate llegó al Perú cuando las guerras civiles del siglo XVI estaban en su furor, y concibió la idea de escribir una historia, pero descubrió pronto que esto sería imprudentísimo una vez que el conquistador Francisco de Carbajal, el "Demonio de los Andes", había jurado matar al que se atreviese a registrar sus atroces hazañas. Aun un historiador oficial como Antonio de Herrera a comienzos del siglo XVII debió hacer frente en un largo pleito a la cólera del conde de Puñonrostro que acusaba a Herrera de haber difamado a su antecesor el
conquistador Pedrarias, conocido por su crueldad. No es, pues, sorprendente que Arzáns omita a veces los nombres de algunos perversos. No reprime sus críticas cuando las considera bien fundadas, pero parece consciente de que habrá lectores que escudriñen sus escritos para censurarlo y atacarlo.

A pesar de la actitud cautelosa de Arzáns, la Historia fue conocida por algunas personas en la Villa Imperial a poco de iniciarla en 1705. Arzáns permitió a algunos eclesiásticos ver sus manuscritos, y aun usar en sus sermones los cuentos a veces espeluznantes y a veces edificantes registrados en la Historia para imprimir en los ánimos licenciosos y turbulentos de los potosinos el amor a la piedad y a la castidad. Más tarde el fraile dominico Josef Lagos predicó en nueve noches sucesivas, con ejemplos tomados de la Historia, sobre la epidemia de 1719, episodio terrible durante el cual Arzáns  había ayudado a cuidar a los enfermos y a enterrar a algunos de los 20.000 muertos.

Otros que de alguna manera supieron de la composición de la Historia temieron que ella incluyese relaciones ingratas sobre ellos y sus amigos, y cierta vez un vecino iracundo amenazó con matar al historiador por haber escrito sobre los excesos de un pariente, "cierto juez", y Arzáns se salvó escondiéndose por algún tiempo. Otra vez un oficial real amenazó con destruir al historiador y sus escritos porque Arzáns había denunciado la complicidad del magistrado en el contrabando, pues uno de los temas favoritos de la obra es la corrupción oficial. Afortunadamente para todos nosotros, y para Arzáns en particular, el oficial real murió antes de ejecutar su amenaza.

Éstos y otros parecidos incidentes hicieron que el historiador mantuviese el contenido de su manuscrito tan secreto como le fue posible y, para librarse de los malintencionados, de vez en cuando difundía la falsa noticia de que había enviado la obra para su publicación a Europa. Tales estratagemas no siempre fueron afortunadas y Arzáns recibió varias propuestas de personas que le ofrecieron buenas sumas de dinero para imprimir el manuscrito, cosa que Arzáns declinó a pesar de sus necesidades. Ni el ofrecimiento hecho por cierto capitán de navio francés de una considerable suma a cambio del manuscrito para llevarlo a París y presentarlo como obsequio a su monarca fue aceptado, pues el fiel potosino pensaba que nadie sino su propio rey debía recibir su libro. Otra vez, cuando don Pedro Prieto Laso de la Vega quiso llevar la Historia a Madrid, Arzáns volvió a rehusar, por el temor de que  se perdiese en el camino, desventura que más de una vez había ocurrido a libros escritos en el Nuevo Mundo y no sólo en naufragios. Cuando Arzáns murió en 1736 a la edad de 60 años, la obra de toda su vida, a la que había consagrado miles de horas y una enorme energía, estaba aún inédita.

Su hijo Diego trató de continuar la composición por algo así como un año, sin igualar ni mucho menos a su padre; y apremiado por dificultades económicas parece que vendió el manuscrito no mucho después de la muerte de Bartolomé. La Historia no había sido olvidada, sin embargo. Cuando Diego murió repentinamente en 1755, algún alto funcionario potosino, probablemente el corregidor, suscitó prontas y minuciosas averiguaciones sobre su paradero. Finalmente el manuscrito fue encontrado en poder de un eclesiástico que parecía decidido a conservarlo. Sin embargo, la acción oficial logró su objeto y por 1756 el manuscrito estaba en camino a Madrid y fue a dar a la biblioteca privada del rey. Nunca fue publicado y el visitante actual puede todavía verlo en la hermosa Biblioteca de Palacio tal como estaba cuando el triunfante corregidor de Potosí lo remitió a Madrid hace más de doscientos años.

Siguiendo la sagrada tradición de los historiadores, Arzáns ofrece a sus lectores del siglo XX gran cantidad de información sobre los materiales que empleó. Más de 40 autores habían escrito ya sobre diferentes aspectos de la Villa Imperial, dice Arzáns, y él había consultado a todos ellos, así como otras "relaciones, archivos y manuscritos" de interés. Adicionalmente cita un gran acervo de libros impresos sobre las Indias, desde la Crónica del Perú escrita en 1553 por el joven conquistador Pedro Cieza de León hasta las publicaciones que iban apareciendo mientras escribía en el primer tercio del siglo XVIII.

Entre las ricas fuentes de la Historia están las obras de algunos historiadores a quienes Arzáns trascribe y se refiere en muchos pasajes, si vamos a creerle bajo su palabra una vez que esas obras no se han encontrado. El autor más frecuentemente citado por Arzáns es don Antonio de Acosta, a quien llama "noble portugués que escribió en su propio idioma". Y, en efecto, mineros, mercaderes, eclesiásticos y otra gente de Portugal se encuentran en Potosí, como en otras muchas partes del imperio español, desde muy temprano. Estos portugueses no se limitaron a lucrarse en diversos negocios sino que también escribieron prolijas descripciones de lo que habían visto en el Nuevo Mundo. Arzáns menciona repetidamente a Acosta como testigo de vista de muchos acontecimientos desde su llegada a Potosí hacia 1579 hasta su muerte en 1657, cuando tenía casi 100 años de edad.

Acosta entrelaza muchos y diversos materiales en su historia. Especula sobre cómo Potosí recibió su nombre, cuenta las grandes fortunas ganadas por los pulperos, detalla el descubrimiento de ciertas piedras preciosas de gran tamaño, y pinta tan vividamente los terribles huracanes que a veces azotaban a la ciudad que uno cree escuchar el silbido del viento barriendo las angostas y retorcidas calles y ver las mercancías que las indias vendían en la plaza arrebatadas en el aire por la violencia del huracán. Acosta registra el hallazgo, cuando se fabricaba la iglesia de Santo Domingo, de un extraño esqueleto con dientes grandes como huevos de paloma, y calcula que la plata extraída de las minas era tanta que amontonada alcanzaría la misma altura del Cerro. Da detalles meticulosos y exuberantes sobre las frecuentes y costosas fiestas que los potosinos celebraban con todo motivo, y Arzáns continuamente refiere al lector a la historia de Acosta como si ella existiese en aquel tiempo.

Acosta acusa devoción e interés intensos por la vida religiosa de la Villa; refleja fielmente el espíritu de aquél que se ha llamado "un siglo piadoso". Relata milagros sin cuento, maldades del demonio, catástrofes que caían sobre Potosí por los pecados de sus habitantes, y ejemplos tanto de piedad como de impiedad. Dice que conoció personalmente a un potosino tan caritativo que después de su muerte se le veneró como santo; y asegura como testigo de vista que cuando la tumba fue abierta en 1625 al cabo de 20 años de la muerte del siervo de Dios, su cuerpo estaba "entero, despidiendo una admirable fragancia".

Pero ¿vivió realmente este "noble portugués" en Potosí y, en caso afirmativo, fue realmente autor de una historia impresa en Lisboa? Ningún ejemplar de la Historia de Potosí de Acosta se ha encontrado a pesar de mis propios y arduos esfuerzos y de la búsqueda inteligente de amigos eruditos en Portugal. Las bibliografías conocidas callan el nombre de Acosta en tal forma que uno debe preguntarse si esta detallada relación de Potosí existió de veras.

El episodio mejor documentado de la historia de Potosí es la guerra civil entre vascongados y vicuñas (llamados así por los sombreros de la lana de vicuña que usaban, tan característicos como las botas y los sombreros texanos de hoy). La guerra atrae a los historiadores y las guerras civiles que asolaron a Potosí entre 1623 y 1625 no fueron una excepción. Arzáns declara que tuvo a mano ocho obras impresas así como otras cinco manuscritas de las cuales extractó "lo más conveniente y menos escandaloso de estas guerras". Además de estas historias formales, Arzáns cita literalmente numerosas cartas y otras fuentes, especialmente las declaraciones de varios jefes de ambos bandos explicando y justificando sus hechos. El historiador da al lector la impresión de que escribe rodeado de toda clase de testimonios sobre estos calamitosos años de la Villa Imperial.

Las recíprocas crueldades de estos bandos excedieron las de las guerras civiles de Roma, Francia y Granada, dice Arzáns, pues fue una guerra a muerte. Los hechos son relatados con minuciosidad tremenda, se da hasta la hora exacta de ciertos encuentros, y cuando el conflicto estaba en su culminación, por febrero de 1624, se hace el registro de los hechos día por día. Al fin de cada año se hace un resumen estadístico de daños: cuántos muertos, cuántos heridos, cuántos robos, y cuántas casas destruidas.

Las cédulas reales formaban una parte tan importante de la vida de Potosí que Arzáns las inserta desde luego, así como provisiones vicerreales y provisiones de la audiencia. Historia religiosa, milagros, vidas de santos, y todo lo relativo a la iglesia suscita especial interés en Arzáns, que a veces cita aun cartas privadas de eclesiásticos. Viendo tanta referencia a fuentes, uno se imagina que Arzáns tenía una varita mágica con la que localizaba por todas partes documentos para la

Historia. Da muchos datos sobre la  plata no registrada y sacada clandestinamente por Buenos Aires sin pagar los reales quintos. Dice que un don Pedro Muñoz de Camargo dio en llevar la cuenta de este tráfico ilícito que llegó a sumar 560 millones de pesos en 112 años, cálculo fundado sobre los datos de Muñoz de Camargo y de otros antiguos vecinos que tuvieron la misma curiosidad.

Nadie sabe si todos los manuscritos que Arzáns menciona tan asiduamente existían de verdad cuando escribía o si se atuvo principalmente a la tradición oral. Sea como fuere, Arzáns quiso dar la impresión de que como historiador respetaba las fuentes originales y tuvo un arsenal de ellas para escribir su Historia.

Hay un gran acervo de observación personal en la Historia, observación propia de Arzáns o de sus fuentes más antiguas, como Antonio de Acosta. Arzáns encarece sus esfuerzos por dar informaciones de testigos: mide la profundidad de la laguna vecina de Tarapaya, donde van a bañarse las familias de los ricos azogueros; nada él mismo en sus peligrosas aguas y relata muchos curiosos incidentes allí acontecidos. Discute los asuntos europeos del día con extranjeros residentes en Potosí, y entre sus conocidos se cuentan algunos ricos a pesar de que están sumidos en el pecado. Sin mengua de su devoción y su conspicua piedad, Arzáns tiene evidentemente el espíritu de un periodista que no vacila en alternar con hombres y mujeres de toda condición para acopiar materiales para su historia.

Sin embargo, la Historia es semejante a una tragedia griega en que mucha parte de la acción transcurre fuera del escenario, hasta el cual vienen mensajeros portadores de milagros, calamidades y otros sucesos. Rara vez se permite al lector dar una ojeada a las minas mismas. La Villa opulenta, piadosa, y licenciosa es el escenario de Arzáns; el Cerro, horadado por las minas de donde sale la riqueza que sostiene a la Villa, está decididamente fuera del escenario.

Una de las virtudes de la Historia es el rico detalle que ofrece sobre casi todos los aspectos de la vida de la Villa Imperial. Su dimensión enciclopédica es casi abrumadora y sólo puede describirse aquí en términos generales. Los lectores deberán extraer por sí mismos la riqueza completa, a la manera cómo los hombres excavaron en las minas durante cuatro siglos para sacar la plata y luego el estaño.

Arzáns no tiene un conocimiento especial de la tecnología, pero la Historia contiene una información considerable sobre las clases de minerales del Cerro así como los métodos empleados en el curso del tiempo para beneficiarlos.

Los accidentes en las minas, los descubrimientos de nuevas vetas, los innumerables inventos y métodos ideados por españoles y extranjeros para extraer hasta la última onza de plata se relatan en la Historia. Cuando se estudien prolijamente los contornos reales de las contribuciones a la minería en las colonias hispanoamericanas —la autoridad más moderna, Modesto Bargalló, dice que los adelantes fueron mucho más importantes de lo que se cree—, la información contenida en la Historia tendrá una parte significativa en ese estudio. En 1721 un ingeniero francés trató de desaguar la enorme cantidad de agua que se había acumulado en la mina Descubridora. El agua estaba tan honda, dice Arzáns con alguna exageración potosina probablemente, que un barco de guerra de la flota real podía navegar allí fácilmente; de cualquier manera, el ingeniero francés fracasó por completo después de una costosa tentativa y, cargado de deudas, huyó de la ciudad.



Una vista de la ciudad con el Cerro Rico al fondo. (Foto: Martin St-Amant, diciembre de 2007)

El Potosí de la Historia era soberbio y opulento, piadoso y cruel, pero no un centro de cultura. Lima tenía su universidad, numerosos colegios y una audiencia, instituciones que atraían y daban auge a los letrados. Allí se publicaban libros, había debates poéticos y las frecuentes disputas intelectuales aguzaban los ingenios. En la vecina La Plata había también universidad y audiencia, focos activos de trabajo cultural. Las audiencias estimulaban la composición de libros y de tratados, pues los eruditos y disputantes oidores sabían que uno de los caminos para su promoción era el trabajo de obras históricas, legales o políticas. Dos de los consejeros más capaces del virrey Toledo fueron oidores de La Plata en el siglo XVI, el fraile agustino Calancha escribió allí su Coránica moralizada en el siglo XVII, y en los siglos XVII y XVIII la universidad de San Francisco Xavier fue un centro de discusión filosófica y jurídica.

Pero Potosí producía plata. Aunque Arzáns fue maestro de escuela, hecho que conocemos no por él sino por su alumno don Bernabé de Ortega y Velasco, en la Historia no se encuentra mucho espacio para libros, música, o educación en general. El arte religioso se describe profusamente, mas no parece que los mineros enviasen a sus hijos a Salamanca para que se puliesen con la educación universitaria de España, ni se mencionan jóvenes potosinos acomodados que estudiasen en la universidad de la Plata. Quizá Potosí se consideraba de tal manera un centro del universo que los potosinos tenían como indecoroso ir a otra ciudad para nada, particularmente a La Plata que trataba de dominar políticamente a Potosí.

El teatro fue una excepción y la Historia tiene materiales de interés parala historia literaria. Arzáns da noticias sobre representaciones dramáticas en Potosí de 1555 en adelante, las cuales formaban parte de las ceremonias religiosas o profanas cuando Potosí celebraba acontecimientos como la coronación de Felipe III o la victoria de Lepanto sobre los turcos. Se mencionan muchas piezas de teatro, el poeta-historiador Juan Sobrino escribió una, y otra fue representada por los indios en su propio lenguaje. Hacia 1616 se erigió un coliseo. El teatro llegó a constituir un medio de entretenimiento y educación para los potosinos que asistían a los dramas religiosos y literarios. Compañías teatrales ambulantes, indios y aun eclesiásticos participaban en
estas representaciones. En la fiesta de la gloriosa Santa Rosa de Lima en 1721, por ejemplo, como complemento a los sermones, tres piezas religiosas fueron representadas con gran perfección por unas monjas "con otra variedad de regocijos de toda la Villa". Aunque nuestro conocimiento del teatro en Potosí no es tan copioso como para Lima o México, la Historia prueba que los afortunados mineros argentíferos se empeñaron en fomentar el teatro.

Otras fuentes informan que embarques de libros a Potosí se hacían en España, que allí se escribió alguna poesía estimable, y que por lo menos un poeta —Diego Mejía de Fernangil, de comienzos del siglo XVII— halló en Potosí seguro y grato pasar para sí y su familia. Una de sus lecturas favoritas en las frías noches era
Los Lusíadas del clásico portugués Luis de Camoens; el ejemplar forma parte actual de la notable colección de la Hispanic Society of America en la ciudad de Nueva York.

Arzáns muestra por toda la Historia su ardiente devoción por las materias eclesiásticas. Tan empeñosamente recarga su narración con detalles sobre las iglesias, capillas, conventos, el arte religioso y las personas y los hechos religiosos, que recuerda a ratos a un ampuloso cronista social de nuestro tiempo. Intercala milagros pródigamente y el diablo es para él un personaje familiar cuyo poder suele ser exorcizado por algún siervo del Señor. Se lleva la cuenta estadística de las misas con la misma ufanía de ciudad en auge con que se registra la producción de plata, y, en general, el lector recibe todo un diluvio de minucias sobre la vida eclesiástica de Potosí. Las virtudes y peripecias de muchos personajes son largamente relatadas: fray Gaspar Martínez, que resistió crueles tentaciones; doña Mariana de Benavides, que tuvo visiones extraordinarias; fray Gaspar de Villarroel, ilustre prelado; el capitán Francisco de Oyanume, que sentaba a su mesa cada domingo 12 menesterosos en "reverencia por los doce apóstoles"; el fraile dominico Vicente
Bernedo, "preciosa mina de virtudes", cuya santa fama inspiró una macabra devoción después de su muerte pues los devotos potosinos le cortaban los dedos de las manos y pies para conservarlos como reliquias.

Una notable característica de la Historia son las piadosas imprecaciones que Arzáns inserta con regularidad casi matemática sobre tópicos como la avaricia, la oración, el amor, la caridad, la pobreza, la ingratitud, la vanidad, la muerte, la castidad, el destino, y sobre si es cobardía que los hombres lloren (la respuesta es no.)

Quizá la impresión más perdurable que el lector del siglo XX recibe de esta crónica del siglo XVIII, es el contraste pugnante que Arzáns muestra entre los indios sudando y muriendo en los senos oscuros del Cerro ingente, y las prácticas religiosas barrocas de los potosinos en la Villa. Arzáns no hace el menor esfuerzo por disimular que el trabajo de los indios en las minas es arduo, peligroso, atroz. Nuestro historiador no está en el bando de los explotadores. Cuando el sobrino de un arzobispo llevó 40.000 pesos de Potosí a Europa, Arzáns comenta: "a la verdad, sangre, sudor y lágrimas de pobres es la mayor parte de lo que llevaba". Y pocas páginas adelante relata así el efecto de los sermones de fray Francisco Romero sobre los pecadores potosinos: "Hombres, mujeres, niños, viejos, grandes, pequeños, pobres, ricos, nobles, plebeyos" ayunaron cubriéndose el cuerpo con sacos y la cabeza con ceniza y poniéndose cilicios. Después de ocho días de predicar día y noche Romero terminó su misión con una procesión en la que participó toda la Villa, llevando cientos de grandes cirios de blanca cera y haciendo "grandes penitencias" mientras la muchedumbre avanzaba por las retorcidas calles y las enormes plazas de Potosí. Arzáns describe, pues, tanto la codicia como la religiosidad de los potosinos.

Los aspectos económicos del desarrollo de la Villa tienen mucho campo en la Historia. Arzáns, desde luego, dedica muchas páginas a la producción de plata y muestra en toda su obra un subido interés por la importancia económica de las minas para la corona española. Tan concretas son sus cifras sobre las entradas reales cada año que parece estar compulsando registros oficiales llevados por los oficiales reales, que es precisamente la impresión que él trata de dar. La prosperidad o la decadencia de Potosí se trasuntan fielmente en estas cifras de producción. Si vamos a creer las exclamaciones exaltadas de Arzáns, la riqueza económica de todo el virreinato de Perú, y aun la de España misma, dependían de la cantidad de plata extraída del dédalo de túneles y socavones del Cerro.

Sin embargo, son los indios quienes ocupan un lugar especial. Arzáns no permite al lector olvidar que la gloriosa historia de la Villa Imperial dependía del trabajo de los indios: "sin indios, no hay Indias". Ya al comienzo de la Historia interrumpe el relato de la conquista de México para negar indignado que los indios eran "brutos incapaces de razón", falsedad, dice, propagada por los enemigos de España para disminuir la grandeza de la asombrosa victoria de Cortés y sus huestes sobre el ejército de Moctezuma. Los indios quedaron pasmados ante el color, los vestidos, y las armas de los barbudos españoles, pero la mera ignorancia no supone incapacidad, y Arzáns señala que los araucanos y guaraníes pelearon valerosa y victoriosamente contra los mejores soldados españoles, aun los veteranos de Flandes.

Desde un comienzo Arzáns declara su posición fundamental: aunque la mayoría de los indios no pueden leer ni escribir no es por estupidez sino porque no se han consagrado a tales materias. Los indios del Perú, dice,
muestran "rara habilidad, claro entendimiento y general aplicación". Son capaces en todas las profesiones, tanto artísticas como mecánicas, y los artesanos indios pueden fabricar un retablo, una portada, una torre y todo un edificio sin tener conocimiento de la geometría y la aritmética y no sólo de la lectura y escritura, todo lo cual causa gran asombro entre los españoles. Tan notable es su capacidad que el rey Carlos II expidió una cédula para que los hijos de los caciques, gobernadores y nobles indios puedan, estudiando
teología y otras materias en la universidad, ser ordenados de presbíteros. Esta actitud inspira todos los juicios subsecuentes de Arzáns sobre los indios. Aquí vemos claramente que la lucha para asegurar la justicia de los indios constituía un tema vivo mucho después que los grandes campeones del siglo XVI habían afirmado la racionalidad de los indios.

Más adelante Arzáns anota que algunos españoles desprecian a los indios, e impugna al poeta Diego Dávalos y Figueroa, cuya Miscelánea austral, impresa en Lima en 1602, nulifica a los indios redondamente. Dávalos respondíaa "cierto autor moderno", posiblemente el defensor de los indios en el siglo XVI fray Bartolomé de las Casas, quien había dicho que los indios era plenamente humanos y capaces de aprender muchas cosas. Dávalos dice de esto que es "notorio engaño" y denigra la cultura india en forma familiar para todos los que conocen estas consabidas acusaciones; de hecho esa diatriba recuerda las despectivas afirmaciones sobre la cultura india publicadas en Madrid por don Ramón Menéndez Pidal en 1963. Ensalzando atrevidamente la capacidad de los indios y defendiéndolos del cargo de "brutos", Arzáns manifiesta una actitud no muy común entre los españoles de su tiempo. Aun hoy mucha gente en los países andinos cree que los indios son "sub-humanos" y su conducta para con ellos es correlativa a semejante creencia.

Arzáns rechaza esta concepción y ataca a Dávalos directamente cuando describe la construcción de la nueva iglesia de San Francisco en Potosí. Se maravilla ante lo poco apreciado que es el trabajo de los artífices indios, que con toda humildad hicieron posible este espléndido edificio. Se maravilla también ante el ingenio del inca Yupanqui el Bueno, que edificó el gran Templo del Sol en Cuzco; y alaba, en prosa exaltada, el viejo templo de la isla del lago Titicaca. Afirma que los incas sobrepasaron en opulencia a los
egipcios, persas y griegos, y que el imperio incaico duró más que aquéllos.

Arzáns repugna la opinión, expresada por algunos españoles, de que los impresionantes monumentos todavía en pie en el Perú fueron obra del demonio, y fustiga a Dávalos por creer que estos monumentos fueron construidos por gigantes y no por indios. Admite que los indios han aprendido mucho de los españoles, pero esto mismo prueba su innata habilidad. Registra los nombres de los artífices indios cuyo trabajo enriqueció el templo franciscano de Potosí, y elogia especialmente a Sebastián de la Cruz, que
murió en el curso de la obra, y, aunque analfabeto, "fue insigne artífice en piedra" y obró también la gran torre de la iglesia de la Compañía de Jesús, calificada entonces y después como una de las glorias arquitectónicas del Perú.

Arzáns no es avaro en relatar las atrocidades cometidas por los españoles contra los indios. Dios castiga con una peste a ciertos españoles que habían tomado dos hermosas doncellas indias para sus propósitos perversos, y cita con satisfacción la reprimenda que Felipe II se dice hizo al virrey Toledo por decapitar al inca Túpac Amaru. Arzáns da el lamento más sentido contra la mita, el sistema de trabajo forzado de los indios que Juan de Solórzano Pereira, jurista del siglo XVII, llamó "materia no menos profunda que las minas mismas". Este sistema, según el cual un séptimo de los indios hábiles procedentes de un extenso territorio en torno de Potosí eran periódicamente echados en las minas, tuvo para ellos consecuencias espantosas. Es verdad que se establecieron hospitales y se designaron protectores de indios, pero los indios siguieron pereciendo por los accidentes y el exceso de trabajo. El nombre de Potosí se hizo tan temible que los indios reclutados para la mita eran despedidos en sus aldeas al son de músicas fúnebres, y los que escapaban a la muerte en las entrañas del Cerro volvían miserablemente cojos o mancos, o consumidos por la enfermedad.

Mas a pesar de este sombrío cuadro de la mita y sus horrores, Arzáns participa del orgullo de todos los potosinos por su ciudad, y sabe comunicar también a sus lectores ese orgullo. El deseo de perpetuar las glorias de Potosí fue el motivo que animó a Arzáns a esta empresa para probar que ninguna ciudad del mundo igualó nunca a Potosí. Muchos extranjeros también creían eso.

Aun cuando la Historia se convierte en una especie de hoja de escándalo llena de asesinatos, crímenes sexuales, batallas y crueldades de toda clase, Arzáns cree estar registrando hechos portentosos dignos de Potosí. La grandeza está presente aun en los relatos de pecados de violencia o de soberbia. "Ardiendo en ira" es la frase que suele emplear para caracterizar a los potosinos enfurecidos por algún insulto real o imaginario; "monstruo de riqueza" es otra fórmula corriente para describir la riqueza de los mineros.
Al mencionar a un polaco anota satisfecho: "no hay región en el mundo de
donde no concurran los hombres a este Potosí".

Las fiestas ocupan un lugar especial en la Historia. Fiestas se celebraban en todas partes del imperio, pero las procesiones de Potosí eran más imponentes, las corridas de toros más grandes y mejores, todo se hacía más fastuosamente.

La violencia de los potosinos era tan notable como su orgullo o su ansia de enriquecerse sin trabajar. Arzáns describe vividamente la violencia que pugnaba a flor de piel. "Esta memorable Villa, teatro de lastimosas tragedias", es un estribillo constante. Un capítulo típico inserta información sobre "falta de lluvias, hambre, muertes, robos, injusticias, pobreza y discordias". Hay traidores decapitados cuyas cabezas se clavan en el rollo en la plaza.  Los corregidores venidos de España son los peores; uno de ellos ahorcó a 96 hombres en tres años y muchos corregidores eran tan crueles como éste. Doce hombres fieros, que se llamaban a sí mismos los Doce Apóstoles, recorrían la Villa robando haciendas a todos y "forzando doncellas y casadas". Esta extrema tensión, que Arzáns atribuye a la influencia de las riquezas y de las estrellas, parece similar a la de Europa del siglo XV que el historiador holandés Johan Huizinga describe en El otoño de la Edad Media, y uno se explica por qué un autor del siglo XIX que se había inspirado en la obra de Arzáns intituló su libro Crónicas Potosinas. Costumbres de la edad medieval hispanoamericana.


Alto Perú en colores rojos, divisiones administrativas
durante el virreinato del Río de la Plata 1783

De hecho Potosí fue una especie de microcosmos de la sociedad del Nuevo Mundo y la opinión de Arzáns sobre esa sociedad es reveladora. Está del todo en favor de los indios. A los negros suele mostrarlos cometiendo crueldades contra los indios o como instrumentos del odio de los blancos. Consagra mucha atención a los españoles y hace lujo de un marcado espíritu antipeninsular y americanista. Está con toda sualmajuntoalosque, como él mismo, han nacido en el Nuevo Mundo y critica con iracundia a un virrey
que de cierto ilustre vecino de Potosí había dicho que su única falta era ser criollo. Es curioso que la
Historia no preste mucha atención a los mestizos, aunque muchos potosinos eran de sangre mixta española e india.

Aunque ve la historia de Potosí desde un punto de vista local y no desde el aventajado punto de vista de la Lima vicerreal o el Madrid del Consejo de Indias, Arzáns tiene cierto sentido de imperio. La Villa Imperial es el centro del universo. Arzáns es un criollo, leal a su rey y al imperio, pero definidamente un ciudadano del Nuevo Mundo. La Historia constituirá una fuente importante para el estudio de cómo los hispanoamericanos comenzaron a separarse en espíritu de la madre patria hasta que la revolución
emancipatoria a comienzos del siglo XIX consumó su plena independencia.

Otro valor de la Historia es la fidelidad con que refleja el espíritu aventurero y picaresco de aquel período. Las novelas picarescas eran una lectura favorita de los españoles en América. Una lista de libros que fueron vendidos en Potosí incluía —junto a los consabidos tratados religiosos, diccionarios, manuales para barberos y escribanos, digestos jurídicos y "una obra curiosa sobre las consecuencias dañosas del tabaco"— 24 ejemplares de una de las novelas picarescas más populares, creación feliz de Mateo Alemán. Tales novelas, leídas y releídas en Potosí, pudieron influir en el enfoque y el estilo de Arzáns.

Para los interesados en el "otro tesoro de las Indias" —las historias que de sus propias hazañas escribieron los españoles en el Nuevo Mundo— la Brown University ha hecho un importante servicio al publicar la

Historia de la Villa Imperial de Potosí, adelantando así nuestro conocimiento de la realidad de España en América y situando en las filas de los historiadores serios a un modesto, laborioso, exuberante y fiel hijo de Potosí, Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela. Por otra parte, haber producido a semejante historiador bien puede ser un hecho digno de un imperio.

LEWIS HANKE
Columbia University, New York (1965)

Fuente: Centro Virtual Cervantes

R.L. Stevenson: La Isla del Tesoro [fragmentos]

Lewis Hanke, el americanista editor de la Historia de la Villa Imperial de Potosí (Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela), afirmaba que probablemente la cantidad de historias generadas en torno al cerro de Potosí no es menos fabulosa que la cantidad de riquezas extraídas de sus minas. En otras palabras, para la historia de América y Europa el aporte material de Potosí es igual de importante al aporte que hizo dentro del imaginario de la época pues lo mismo atrajo emigrantes, aventureros que sabios; movió un volumen nunca antes visto de dinero y como ficción echó a andar la gran máquina del mundo que hoy llamamos mundo globalizado o capitalista.

(Acerca de las cifras, ver el resumen comparativo de la minería de plata en el antiguo Perú -Potosí, Porco- y la Nueva España -San Luis Potosí, Zacatecas, Pachuca-, en la bitácora La minería colonial de metales preciosos. Acerca de aventureros célebres de la época, ver la biografía de Juana de Erauso, La Monja Alférez, personaje que después de participar en la interminable guerra contra el pueblo araucano en Chile, atravezó Los Andes, llegó a Tucumán, subió a Potosí y anduvo como soldado mercenario en las revueltas de la ciudad, así como guardaespaldas y sicario en la ciudad de La Plata, arriero de mulas en Cochabamba y probablemente también como soldado en la otra guerra interminable que los españoles hicieron durante 300 años: contra el pueblo chiriguano --o ava guaraní--, todo esto antes de salir a Lima y solicitar ayuda de las autoridades y revelar su identidad femenina.)

Hay autores contemporáneos que han intentado cuantificar lo explotado durante el Imperio español desde el descubrimiento de las minas (1543-45), aunque siempre son cifras tentativas lo que se obtiene pues lo registrado oficialmente en los archivos de la Corona (el quinto real) es sólo una parte de la cantidad de plata extraída. Junto con las minas de Porco, el mineral explotado en Potosí seguía la ruta no autorizada del Atlántico y más que probablemente fue el origen del nombre río de la plata (ver Historia argentina de la conquista del Río de La Plata, de Rui Díaz de Guzmán). El mineral fue comercializado extraoficialmente por la ruta del río de La Plata hasta que la Corona española decidió oficializar la situación y determinó la creación del Virreinato del Río de La Plata, con la ciudad portuaria de Buenos Aires como capital y la subvención de plata del Potosí. El virreinato abarcó los territorios actuales de Uruguay, Argentina, Paraguay, la actual Bolivia con su costa marítima (el desierto de Atacama fue una extensión de Potosí, una ruta de salida del mineral de plata), partes del sur de Brasil, del sur del Perú, así como también las Islas Malvinas.

Es de esta manera que la Corona española, en su afán por salir al Océano Atlántico y controlar el continente, buscó y logró contener la piratería de holandeses, ingleses y franceses, así como ganarle territorio al avance de la Corona portuguesa.

La fama de Potosí y su gente trascendió a lo largo y ancho del planeta. En China, el rey español era lamdo por el emperador "el rey blanco"; la plata fue una de las pocas mercaderías de los europeos que logró interesar al autosuficiente imperio chino, el mayor hasta entonces.

Dentro de la literatura inglesa este segundo momento de la historia de la Conquista de América se encuentra recreado en el relato de aventuras más celebre que haya tenido: La Isla del Tesoro (1883), de Robert Louis Stevenson. Ambientada en el siglo XVIII, el relato de Stevenson resume una época determinante para la Inglaterra imperial que desaparecía idealizada tras el halo del romanticismo literario para dar lugar a la era de la máquina de vapor y la fiebre del oro en California (otro fenómeno social semejante al de Potosí ocurrido en los Estados Unidos entre los años1848 y1855).
A continuación, algunas de las menciones que hace el relato a la pieza de a ocho (o real de a ocho acuñado en La Casa de la Moneda de Potosí, moneda franca que antecedió al actual dólar estadounidense).

EL VIEJO BUCANERO
[...]
Lo que más le asustaba a la gente eran sus historias. Eran espantosas: se referían a ahorcamientos, paseos por la plancha, temporales, a la Isla Tortuga, y a feroces hazañas y lugares salvajes de la América española. Por lo que contaba, debió de vivir entre los hombres más depravados que Dios ha puesto jamás en los mares; y el lenguaje que empleaba al contar estas historias escandalizaba a nuestra gente sencilla y campesina casi tanto como los crímenes que describía. Mi padre andaba diciendo siempre que arruinaría la posada, porque no tardaría la gente en dejar de venir a que la tiranizasen y humillasen, y la mandasen a la cama temblando de miedo; pero creo que su presencia nos benefició. La gente se asustaba de momento; pero en el fondo le gustaba; era un emocionante pasatiempo para la sosegada vida campesina; y el grupo de hombres más jóvenes fingía admirarle, y le llamaba "lobo de mar" y "viejo tiburón" y cosas así, y decía que ésa era la clase de hombres que hacía que Inglaterra fuese tan terrible en la mar.
[...]

El COFRE
[...] --Les voy a demostrar a esos ladrones que soy una mujer honrada --dijo mi madre--. Le cogeré lo que me debe, y ni un penique más. Sostén la bolsa de la señora Crossley --y empezó a contar la cantidad que nos debía el capitán, sacando de la bolsa marinera que yo sostenía.
Fue un trabajo difícil, pues había monedas de todos los países y tamaños: doblones, luises de oro, guineas, piezas de a ocho y no sé cuántas más, todas mezcladas en confuso montón. Las guineas, además, eran las más escasas, y las únicas con las que mi madre se entendía. [...]

EL VIAJE
[...]
--Ven aquí, Hawkins --me decía--; ven a echar una parrafada con John. nadie es mejor recibido aquí que tú, hijo. Siéntate y escucha las novedades. Aquí Capitán Flint (le he puesto Capitán Flint a mi loro en memoria del famoso bucanero), aquí el Capitán Flint predice el éxito de nuestro viaje. ¿No es así, Capitán?
Y el loro decía, con gran rapidez: "¡Piezas de  ocho! ¡Piezas de  ocho! ¡Piezas de  ocho!", hasta que John daba con el pañuelo contra a jaula, y uno se asombraba de que no se quedase sin aliento.
--Ese pájaro --decía--, puede que tenga unos doscientos años, Hawkins... viven eternamente; y si alguno de ellos ha visto maldades, puede convertirse en el mismísimo demonio. Ha navegado con England, el famoso pirata capitán England. Ha estado en Madagascar, y en Malabar, y en Surinam, y en Providence, y en Portobello. Estuvo cuando sacaron los galeones cargados de plata. Entonces aprendió eso de "piezas de a ocho", y no es extraño; ¡se contaron trescientas cincuenta mil, Hawkins! Estuvo en el abordaje del virrey de las Indias, frente a Goa. Y lo miras, y te parece joven. Pero ha olido pólvora... ¿verdad que sí, capitán?
--¡Preparados para el abordaje! --gritó el loro.
--¡Ah, es una verdadera preciosidad! --decía el cocinero, y le daba un terrón de azúcar de su bolsillo, y el pájaro picoteaba los barrotes y soltaba juramentos--. Como ves --añadía él--, no puedes tocar alquittrán sin pringarte, muchacho. Aquí tienes a mi pobre e inocente pájaro jurando como un condenado, sin tener idea de lo que dice, como puedes suponer. Y juraría lo mismo, pongo por caso, delante de un capellán -- y John se tocaba el mechón con un gesto de grave respeto, lo que me hacía pensar que era el mejor de los hombres.
[...]

LO QUE OÍ DENTRO DEL BARRIL DE MANZANAS
--No, yo no --dijo Silver--; el capitán era Flint; yo era el cabo de mar, por mi pata de palo. La misma andanada que se llevó mi pierna le cerró al viejo Pew los cuarteles. Fue un maestro cirujano el que le amputó... Había hecho estudios y todo, y sabía latín a carretadas, y yo qué sé más; pero lo ahorcaron como a un perro, y lo secaron al sol como a los demás, en Corso Castle. Era de los hombres de Roberts, y todo eso les pasó por cambiarles los nombres a los barcos; por ponerles Royal Fortune y cosas así. Una vez bautizado un barco, hay que dejarlo como está, digo yo. Como pasó con Cassandra, que nos trajo a todos sanos y salvos desde Malabar, después de haber apresado al virrey de las Indias; y con el Walrus, el viejo barco de Flint, al que he visto yo todo manchado de sangre y a punto de hundirse de tanto oro como llevaba.
--¡Ah! --exclamó otra voz, la del hombre más joven a bordo, evidentemente lleno de admiración---, ¡era lo mejor del rabño, ese Flint!
--Davis también era un hombre en todos los sentidos --dijo Silver--. Nunca llegué a navegar con él; primero fui con England, y luego con Flint, y ésa es toda mi historia, y ahora vengo aquí por mi propia cuenta, por así decir. Con Englando ahorré novecientas, y después dos mil con Flint. NO está mal para un simple marinero... y todo bien guardado en el banco. No es el ganar lo que vale; es el ahorrar, puedes estar seguro. ¿Dónde están los hombres de England ahora? Ni se sabe. ¿Y los de Flint? Pues la mayoría de ellos, aquí, contentos de poder comer... porque antes iban pidiendo limosna, algunos de ellos. El viejo Pew, que había perdido la vista y podía haber pensado con sentido, se gastó doce mil libras en un año, como si fuese un lord del Parlamento. ¿Dónde está ahora? Pues muerto y bajo la escodaba muriéndose de hambre. Pedía limosna, y robaba,y rebanaba pescuezos, y de todas maneras se moría de hambre, ¡demonio!
[...]
--Eso es lo que les pasa a los caballeros de fortuna. Viven una vida dura, y con riesgo de que les cuelguen; pero comen y beben como gallos de pelea, y cuando terminan un crucero, qué, cientos de libras, en vez de cientos de peniques, en los bolsillos. después, la mayor parte se les va en ron y en francachelas, y a la mar otra vez, con sólo la camisa. Pero ese no es mi sistema. Yo me lo guardo todo, un poco aquí, otro allá, y nunca demasiado en ninguna parte, apra no levantar sospechas. Tengo ya cincuenta años, tenlo en cuenta; así que cuando volvamos de este crucero, me hago caballero de verdad. [...]

EN BUSCA DEL TESORO: LA VOZ ENTRE LOS ÁRBOLES
[...]
--¡Darby M'Graw! --se lamentaba, pues esa es la palabra que mejor describe cómo sonaba--, ¡Darby M'Graw! ¡Darby M'Graw! --y así una y otra vez; luego, elevándose poco a poco, y con un juramento que no quiero repetir--: ¡Trae a popa el ron, Darby!
Los bucaneros se quedaron clavados en el suelo, con ojos desorbitados. Un rato después de haberse apagado la voz, seguían mirando en silencio, ante sí, aterrados.
--¡Esto pone punto final al asunto! --jadeó uno--. Vámonos.
--¡Esas fueron sus últimas palabras! --dijo Morgan--; sus últimas palabras a bordo.
Dick había sacado su Biblia, y rezaba fervientemente. Había recibido una buena educación, antes de dedicarse a la mar y caer en malas compañías.
Sin embargo, Silver no capituló. podía oírle castañetear los dientes, pero no se daba aún por vencido.
--Nadie en esta isla ha oído hablar de Darby --murmuró--; nadie más que nosotros --luego, haciendo un gran esfuerzo, exclamó--: Compañeros, estoy aquí para encontrar la pasta, y no me disuadirá ni hombre ni diablo. Jamás le tuve miedo a Flint vivo, y por todos los demonios que he de plantarle cara muerto. Hay setecientas mil libras a menos de un cuarto de milla de aquí. ¿Cuándo un caballero de fortuna vuelve su popa a tantos doblones, por un viejo marinero entrometido de hocico azul... y muerto además?
--¡Ten cuidado, John! --dijo Merry--. No te metas con los espéritus.
Los otros estaban demasiado aterrados para contestar. De haberse atrevido, habrían echado a correr cada uno por su lado; pero el miedo les mantenía unidos, y siguieron pegados a John, como si su osadía les protegiese. Él, por su parte, había logrado dominar su propia debilidad. [...]
Llegamos al primero de los árboles altos y, tras comprobar las marcaciones, vimos que no era el que buscábamos. Lo mismo sucedió con el segundo. El tercero se alzaba casi unos doscientos pies por encima de una espesura de monte bajo; era un gigante vegetal, con una columna roja y ancha como una cabaña, y una inmensa sombra a su alrededor, en la que podía evolucionar toda una compañía. [...] Pero no fue su tamaño lo que impresionó a mis compañeros, sino el saber que había setecientas mil libras en oro enterradas en algún lugar, bajo su sombra. El pensar en el dinero, a medida que se acercaban, disipó sus terrores anteriores. Sus ojos ardían enfebrecidos; sus pies eran cada vez más rápidos y ligeros; tenían puesta toda el alma en aquella fortuna, en la vida de placer y disipación que aguardaba allí a cada uno de ellos.
Silver cojeaba, gruñendo, apoyándose en su muleta; las aletas de su nariz se abrían y se estremecían; maldecía como un loco cuando las moscas se le pegaban en la cara acalorada y reluciente; tiraba furioso de la cuerda con la que me llevaba sujeto y, de vez en cuando, volvía los ojos hacia mí con una expresión feroz. Verdaderamente, no se molestaba en ocultar sus pensamientos; y desde luego, yo podía leérselos como si los llevara escritos. Ante la inmediataproximidad del tesoro, se había olvidado de todo lo demás; su promesa, y la advertencia del doctor, eran cosas que pertenecían al pasado, y no me cabía ninguna duda de que esperaba apoderarse del tesoro, descubrir y abordar la Hipaniola al amparo de la noche pasar a cuchillo a cada uno de los hombres honrados que había en la isla, y largarse como había planeado al principio, cargado de crímenes y de riquezas.
[...]

Y ÚLTIMO
A la mañana siguiente nos pusimos a trabajar temprano, ya que transportar esta enorme cantidad de oro casi una milla hasta la playa, y después, tres millas en bote hasta la Hispaniola, era una tarea considerable para un número tan reducido de hombres. [...]
Así que emprendimos el trabajo con animación. Gray y Ben Gunn iban y venían en el bote, mientras que los demás amontonaban el tsoro en la playa, durante su ausencia. Dos lingotes atados al extremo de una cuerda representaban ya una carga considerable para un hombre hecho y derecho; tanto, que preferían llevarla despacio. Por mi parte, como no era de mucha utilidad para el transporte, estuve ocupado todo el día en la cueva, metiendo la moneda acuñada en los sacos de galletas.
Era una extraña colección, como la de la bolsa de Billy Bones, por la diversidad de monedas, pero tan inmensa y variada, que no creo haber experimentado un placer mayor que el de clasificarlas. Inglesas, francesas, españolas, portuguesas, jorges, luises, doblones, y dobles guineas y moidoras y cequíes; las efigies de todos los reyes de Europa de los últimos cien años, extrañas piezas orientales selladas con lo que parecían manojos de cuerdas o trozos de telarañas, piezas redondas y cuadradas, piezas perforadas por el centro, como para colgárselas del cuello... creo que en aquella colección estaabn representadas todas las variedades de monedas del mundo; en cuanto a la cantidad, estoy convencido de que eran como las hojas de otoño, de forma que me dolía la espalda de tanto inclinarme, y los dedos de tanto ordenar.
Y siguió el trabajo día tras día; cada noche quedaba estibada una fortuna a bordo, pero nos aguardaba otra a la mañana siguiente; y durante todo este tiempo, no supimos nada de los amotinados.
[...] Pusimos proa al puerto más próximo de la América española, ya que no podíamos aventurarnos a emprender el viaje de retorno sin coger nuevos marineros; y con vientos contrarios, y un par de temporales, acabamos muertos de cansancio antes de llegar adonde nos proponíamos.
[...]
Pues bien, para abreviar esta larga historia, diré que enrolamos a unos cuantos hombres, hicimos un buen viaje de regreso, y la Hispaniola llegó a Bristol precisamente cuando el señor Blandly estaba pensando en aparejar el barco de socorro. Cinco hombres tan sólo, de los que habían salido, regresaron en ella. "La bebida y el diablo acabaron con el resto", de verdad; aunque, desde luego, no nos fue tan trágicamente como en aquel otro barco del que cantaban:
Con uno de la tripulación tan sólo vino
Tras hacerse a la mar setenta y cinco.
Todos recibimos una parte abundante del tesoro, y la empleamos juiciosa o atolondradamente, según nuestras naturalezas. El capitán Smollett vive ahora retirado de la mar. Gray no sólo guardó su dinero sino que, habiéndole entrado de pronto el prurito de prosperar, estudió su profesión, y ahora es piloto y copropietario de un precioso barco; está casado además, y es padre de familia. En cuanto a Ben Gunn, recibió mil libras, y se las gastó o las perdió en tres semanas, o para ser más exactos, en diecinueve días, porque al vigésimo había vuelto a la mendicidad. [...]
De Silver no hemos sabido nada más. Ese terrible marinero con una sola pierna ha desaparecido por fin completamente de mi vida; quizá se reunió con su vieja negra, y vive acomodadamente, con ella y Capitán Flint. Esperemos que así sea, ya que sus esperanzas de comodidad en el otro mundo son muy escasas.
Los lingotes de plata y las armas todavía están, que yo sepa, donde Flint los enterró; y desde luego, por lo que a mí respecta, allí seguirán. Ni a rastras me volverían a llevar a esa isla maldita; y mis peores pesadillas son aquellas en las que oigo el estampido del oleaje a lo largo de sus costas, o cuando me incorporo sobresaltado en la cama, con la voz estridente de Capi´tan Flint resonándome aún en los oídos: "¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho!"


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R.L. Stevenson. Nació en Edimburgo el 13 de noviembre de 1850. Su delicada salud le impidió ejercer las proefsiones de abogado e ingeniero y le obligó a frecuentes viajes al extranjero. En 1879, durante un viaje a California, Stevenson contrajo matrimonio con Mrs. Osbourne. Después de una temporada transcurrida en Europa para intentar curar una afección pulmonar, en 1887 el escritor se dirigió hacia América y en 1888 emprendió un crucero por el Pacífico que duró casi tres años. En 1890 Stevenson se estableció definitivamente en las Islas Samoa, donde murió el 3 de diciembre de 1894 (de la edición colombiana Editorial La Oveja Negra, 1984)


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Ilustraciones:
-- Treasure Island, Charles Scribner's Sons, 1911
--Mapa de la primera edición alemana del libro (1883)