6 de agosto. Corría el año de 1825 y las cinco o seis ciudades de la hispana Real Audiencia de Charcas habían decidido finalmente convertirse en una nueva república independiente para erigirse sobre el prestigio cultural del pasado inca y la fortuna del Cerro Rico de Potosí. Sucre le escribió a Bolívar diciéndole algo parecido a “écheme a mí la culpa” por la convocatoria a la Asamblea Constituyente a los delegados de Santa Cruz de la Sierra, Potosí, La Plata, Tarija, La Paz y Oruro. Desde Buenos Aires y Lima llegaban las condenas a los venezolanos y sus oficiales ingleses, irlandeses y alemanes, al mando de la mayor fuerza militar que se había visto en el continente, el Ejército Libertador. Al haber permitido que se independizara la nueva república, Lima y Buenos Aires, las dos capitales virreinales consideraban perder sus derechos sobre la prestigiosa ciudad española de La Plata y las minas del fabuloso cerro rico de Potosí. Atrás quedaban 15 años de guerra civil entre absolutistas y liberales que había derivado en una guerra independentista. De los jefes guerrilleros y sus republiquetas no quedaban muchos con vida. Sólo uno de los hermanos Lanza había visto el triunfo de la Patria con la entrada del Ejército Libertador bajo el mando de Bolívar. Doña Juana Azurduy de Padilla, viuda y madre sin hijos, tampoco había sido invitada a la Asamblea, tal vez por “marimacho”, muy probablemente por el temor que inspiraba aun a su edad por jefa montonera. La economía estaba en ruinas, pero todos confiaban en que el país se recobraría, que la vida intelectual de La Plata, su universidad y sus monasterios volverían a la vida de la mano de las riquezas de las minas de Potosí. Pero nadie sospechaba que aquella fama también atraía otros enemigos, otras ambiciones. Los doctores dos caras sólo habían cambiado de bando a última hora y recibían el país de las manos de Bolívar como quien hereda una hacienda de la familia, no habían luchado por él ni conocían ni se interesaban por su amplia extensión territorial; confiaban en el mérito del apellido, nada podía salir mal. El último virrey español en gobernar el nuevo territorio, Joaquín de la Pezuela, tratando de explicar su fracaso militar ante el Rey se justificaría diciendo que había peleado hasta lo último por conservar la última joya de la Corona. Cornelio Saavedra, primer presidente de Argentina, Andrés de Santa Cruz, luego presidente de Perú, fueron dos bolivianos que representaban los últimos vestigios del prestigio militar y cultural de la Real Audiencia de Charcas y la minería de la plata. Lo que vendría después es de sobra conocido y está escrito en la Biblia: una casa dividida está condenada a la ruina.
Luego vendrían los Melgarejo y su amistad incondicional con el Chile de los Portales y los Vicuña Mackenna, luego vendrían los Alcides Arguedas para desarrollar el suicidio intelectual como una de las bellas artes y escarnecer la conciencia nacional con el nihilismo de la teoría del pueblo enfermo. Vendrían la desgracia de las guerras no buscadas, pero también vendrían el despertar de la conciencia del pueblo, el coraje ante la mentira, la injusticia y el hambre, el aprendizaje.
También vendría el país de los desheredados, los Germán Bush y los Zavaleta Mercado, los Augusto Céspedes, los Carlos Montenegro, los Marcelo Quiroga Santa Cruz, los Sergio Almaraz para reflexionar y aprender, para dar testimonio de esta “pasión sin medida por la libertad” que llamó Bolívar como significado de su legado y nombre a la Patria.
(Franklin Farell Ortiz)
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Antonio José Francisco de Sucre y Alcalá (1795-1830) |
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Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios(1783-1830) |
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