Memorias bolivianas de Volodia Teitelboim
Había conocido a Volodia Teitelboim en la
presentación de su libro Un hombre de edad media, y cuando me acerqué a
felicitarlo me sorprendió diciéndome que conocía bastante Bolivia, pues
había estado por lo menos tres veces de visita. Añadió que actuó como
enviado del presidente (Salvador) Allende ante el presidente (Juan José)
Torres. Esta sorprendente declaración despertó por cierto mi interés y
le pregunté si estaría dispuesto a que le grabe sus recuerdos. “A esta
altura de mi vida”, me respondió, “no tengo nada que perder ni que ganar
y con mucho gusto lo recibiré en casa”, Teitelboim es autor de novelas,
ensayos, biografías y sus propias memorias, y a sus noventa y pico de
años es la figura patricia de la cultura chilena. Miembro del Partido
Comunista desde su juventud, él bromea diciendo que ostenta el récord
mundial como miembro del comité central donde ha estado por medio siglo.
El golpe militar lo sorprendió en Europa donde se quedó hasta el
retorno a la democracia. En los últimos años, los más fecundos de su
vida, ha escrito las biografías, consagradas ya, de Neruda, Gabriela
Mistral y Huidobro, así como Los dos Borges, vida, sueños y enigmas,
premiada por la Academia Chilena de la Lengua.
Nuestra reunión tuvo lugar en su biblioteca donde pareciera que no cabe
un libro más. Un gato que no se separa de su lado fue el testigo de
nuestra conversación grabada. Antes de entrar al tema de Bolivia
charlamos de libros y autores, entre ellos Regis Debray, que de su
prisión en Bolivia salió a Chile a reposar y meditar en casa de Neruda,
en Isla Negra. Volodia recordó luego a sus amigos bolivianos. Ésta es la
versión textual de sus palabras.
José Antonio Arze
fue muy amigo mío, trabajó aquí en la biblioteca del Congreso e incluso
se casó con una chilena encantadora, a quien conoció también en la
biblioteca; yo lo quise muchísimo, teníamos muchas afinidades
intelectuales, él era sobre todo inclinado a la sociología; yo, en el
primer momento en el que le conocí, estudiaba Derecho, era presidente
del Centro de Derecho y lo llevé varias veces a dar conferencias en la
facultad.
Otro tipo de relación fue con el embajador
Ostria Gutiérrez, una persona distinguida que al ser despedida de su
cargo diplomático quedó de asesor de la editorial Zig-Zag y publicó Un
pueblo en la cruz. A mí me impresionó mucho, en ese momento yo hacía
crítica literaria y dediqué un largo artículo a ese libro en el que
compartía el sufrimiento del pueblo boliviano y sus desdichas. Una vez,
recuerdo, debió ser el año 47, me invitó a la embajada, a la recepción
del 6 de agosto. Habíamos tenido una reunión borrascosa con el
presidente Gonzales Videla que ya se preparaba para prescindir de
nosotros. De pronto alguien me abrazó por la espalda reclamándome por
qué no habíamos ido a verlo, que éramos unos ingratos. Era el propio
Gonzales Videla. Volvimos a reunirnos con él, pero fue inútil, pues ya
no le servíamos pese a nuestro enorme aporte electoral, ya que habíamos
llegado a ser la segunda fuerza política del país.
También conocí a Ricardo Anaya, el segundo de Arze. Cuando viajaba a
Bolivia me alojaba en la casa de José María Alvarado, cuya familia me
trataba como a un miembro más. Solamente he conocido la Bolivia andina y
recuerdo que di una conferencia en la Universidad de Potosí. Te voy a
contar algo que es poco conocido. Nosotros teníamos una escuela de
cuadros en el partido y venían muchachos del Ecuador, del Perú, de
Bolivia. Un día los jóvenes del PIR que estaban aquí me contaron que
estaban haciendo un documento teórico para proponer la creación del
Partido Comunista… y lo hicieron. Eso fue alrededor del año 50. Los
bolivianos eran muy estudiosos y muy apreciados aquí, impresionaban su
don de gentes y su amabilidad. Muchos años después conocí a Simón Reyes,
que pasó un exilio en Santiago. Vi a Lechín Oquendo, pero lo traté
poco. No conocía a gente del MNR.
En los años 60
estuve en el Congreso como diputado y senador, y trabajé en la comisión
de relaciones exteriores. He tenido siempre mucho interés en mirar hacia
el mundo y, desde luego, hacia América Latina, particularmente a los
vecinos. Me desagradó mucho lo sucedido con el río Lauca, diferendo por
el que Bolivia suspendió relaciones con mi país. Yo manifesté que no se
debía desviar esas aguas, y el Canciller Alessandri nos dijo que era una
situación coyuntural y que todo se iba a arreglar pronto, pero han
pasado los años y no sucedió nada.
Allende era mi
compañero en el Parlamento, y él recibió personalmente a los pocos
guerrilleros que sobrevivieron al Che. Era un hombre muy arrojado, de
mucho coraje, de mucha decisión. Cuando los sobrevivientes de la
guerrilla llegaron al norte de Chile, los llevaron a Investigaciones, de
donde los recuperó Allende acompañándolos nada menos que hasta la isla
de Tahití, lo que causó un gran escándalo. La gente de la derecha decía:
¿Cómo es posible que un senador acompañe a unos guerrilleros
derrotados?
Años después, Allende fue elegido
presidente. Yo seguía trabajando en la Comisión de Relaciones
Exteriores. Debo hacer una digresión en mi relato. Antes de que él se
hiciera cargo de la Presidencia, me buscó un grupo de generales
indicándome que el Alto Mando deseaba saber cuáles eran las intenciones
del nuevo Presidente. Me pidieron que fuera intermediario. Consulté a
Allende y él estuvo de acuerdo. Trajeron a casa un cuestionario que
tenía muchas cosas infantiles. Por ejemplo, preguntaban si los soldados
rasos podían llegar a generales sin pasar por la Escuela Militar.
También les preocupaba que la izquierda —según ellos— estuviese
manejando una lista de oficiales a ser fusilados. Todas estas
elucubraciones se hacían en las Escuelas de Altos Estudios que manejaban
ellos, donde cualquier disparate era tomado como artículo de fe. Traté
de tranquilizarlos pero noté que ya tenían el gusto de la sangre en la
boca. Mucho especulaban en esos centros de ‘estudio’ que existía una
‘entente’ izquierdista en el Cono Sur, por la presunta afinidad de
Velasco Alvarado, Allende y Torres. La verdad es que cada uno de esos
gobiernos obedecía a distintas circunstancias internas de cada país.
Lo más preocupante era, sin embargo, los escenarios bélicos con los que
jugaban. Estaban convencidos que antes del 79, Perú iniciaría una
guerra de reconquista de sus antiguas provincias y, entonces, Chile
estaba en el deber de hacer una guerra preventiva contra sus vecinos del
norte. Mencionaban como ejemplo fehaciente el ataque que había hecho
Israel a los árabes adelantándose a una operación envolvente de ellos.
Todo era un completo delirio.
Y así como no pensaron
en el desastre que podían causar si ponían en marcha sus proyectos
bélicos, tampoco midieron la tremenda responsabilidad al destruir
nuestra vida institucional y bombardear el Palacio de la Moneda.
Fue en esa atmósfera enrarecida que el presidente Allende envió gente
de su confianza al Perú, que se entrevistó con el presidente Velasco
Alvarado. Yo recibí el encargo de visitar La Paz y entrevistarme con el
presidente Torres. El mensaje de Allende fue: ‘Hay que buscar acuerdos,
soluciones. Nosotros somos completamente contrarios a cualquier solución
violenta, somos latinoamericanos, tenemos que ayudarnos, tener seguras
nuestras espaldas. Nosotros no somos un peligro para nadie y menos un
peligro bélico.’
El presidente Torres me escuchó con
atención. Me dijo que por supuesto a él también le interesaba un arreglo
entre nuestros países. Era consciente de que sería necesario crear un
clima de opinión favorable en los tres países. Me impresionó como un
hombre muy simpático, no un intelectual, pero sí un militar con sentido
común, muy agradable en su trato. Quedamos en articular una agenda,
sacar en limpio qué era lo que quería cada país para terminar con un
problema de incomunicación y recelo que ya tenía casi un siglo. Volví
con ese mensaje a Santiago, donde Allende me recibió de inmediato. Quedó
muy satisfecho y me dijo que debía volver tan pronto como fuera posible
a Bolivia para reanudar las conversaciones. En efecto, volví a La Paz.
No recuerdo si el Canciller boliviano fue parte de esas conversaciones;
quizás no, pues lo cierto es que desde el aeropuerto me recogían
funcionarios de Palacio. Nunca aparecí en los diarios de Bolivia ni de
Chile y la relación se mantuvo en un plano de absoluto secreto, tan es
así que es la primera vez que me refiero a ella.
En
la segunda reunión con el presidente Torres hablamos de las aspiraciones
bolivianas y él me indicó que la consigna de todos los partidos de
derecha o de izquierda de su país, y por cierto la doctrina de sus
Fuerzas Armadas, era que Bolivia recuperará su cualidad marítima dentro
de un gran arreglo con Chile, en el que se tomarán en cuenta planes de
desarrollo conjunto de una región hasta ahora desértica y
semiabandonada. Hablamos de la posibilidad de un corredor a lo largo de
la Línea de la Concordia o de un enclave que satisficiera el anhelo
boliviano. Lo que logró Allende es convencer a los dos vecinos que su
gobierno buscaba sobre todo la paz y el entendimiento con ellos. Las
conversaciones debían mantenerse todavía en un nivel reservado.
Pero sucedió que Torres fue derrocado por un movimiento militar el año
71 —y luego asesinado en Buenos Aires—, y el Ejército chileno, el 73,
usó sus armas contra su propio pueblo, siendo la primera víctima
inmolada el propio presidente Allende. Entonces se inició una dictadura
sangrienta prolongada por 17 años. Convirtiose en portavoz contra
Bolivia un loco apellidado Merino que no estaba en el manicomio sino en
la Junta donde representaba al Poder Legislativo, ya que se repartieron
entre los tres miembros los roles de los poderes del Estado. Pinochet
era el que mandaba, y al otro se le iba la lengua.
Con el tiempo, el propio Pinochet se dio cuenta de que había que buscar
un arreglo con Bolivia y ahí vino la negociación del año 75, que no tuvo
éxito por razones de dominio público.
Al concluir
nuestra charla, Teitelboim reiteró su afecto a los bolivianos. Me
obsequió su libro de memorias con una gentil dedicatoria y formuló votos
para que la aproximación que se había producido en los últimos dos años
culminara en una negociación exitosa para bien de ambos países. El gato
no se había movido de nuestro lado en las dos horas que duró mi visita.
NOTA
Este texto se publicó en el periódico Presencia de La Paz, el 26 de
mayo de 2000. Fue recogido en el libro compilado por Mariano Baptista
Gumucio: ‘Pensando en Bolivia. Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo
Neruda Pablo de Rokha’. Baptista Gumucio fue Cónsul de Bolivia en
Santiago de Chile.
Pablo Neruda (1904-1973) TAL VEZ TENEMOS TIEMPO ... Tal vez tenemos tiempo aún para ser y para ser justos. De una manera transitoria ayer se murió la verdad y aunque lo sabe todo el mundo todo el mundo lo disimula: ninguno le ha mandado flores: ya se murió y no llora nadie. Tal vez entre olvido y apuro un poco antes del entierro tendremos oportunidad de nuestra muerte y de nuestra vida para salir de calle en calle, de mar en mar, de puerto en puerto, de cordillera en cordillera, y sobre todo de hombre en hombre, a preguntar si la matamos o si la mataron otros, si fueron nuestros enemigos o nuestro amor cometió el crimen, porque ya murió la verdad y ahora podemos ser justos. Antes debíamos pelear con armas de oscuro calibre y por herirnos olvidamos para qué estábamos peleando. Nunca se supo de quién era la sangre que nos envolvía, acusábamos sin cesar, sin cesar fuimos acusados, ellos sufrieron y sufrimos, y cuando ya ganaron ellos y también ganamos nosotros había muerto la verdad de antigüedad o de violencia. Ahora no hay nada que hacer: todos perdimos la batalla. Por eso pienso que tal vez por fin pudiéramos ser justos o por fin pudiéramos ser: tenemos este último minuto y luego mil años de gloria para no ser y no volver. (de Memorial de Isla Negra) Translation: MAYBE WE STILL HAVE TIME Maybe we still have time to be and to be just. Yesterday, truth died, a most untimely death, and although every one knows it, they all go on pretending. No one has sent it flowers, it is dead now and no one weeps. Maybe between grief and forgetting, a little before the burial, we will have the chance of our death and our life to go from street to street, from sea to sea, from port to port, from mountain to mountain, and above all, from man to man, to find out if we killed it or if other people did, if it was our enemies or our love that committed the crime, because now truth is dead and now we can be just. Before, we had to battle with weapons of doubtful calibre and, wounding ourselves, we forgot what we were fighting about. We never knew whose it was, the blood that shrouded us, we made endless accusations, endlessly we were accused. They suffered, we suffered, and when at last they won and we also won, truth was already dead of violence and old age. Now there is nothing to do, we all lost the battle. And so I think that maybe at last we could be just or at last we could simply be. We have this final moment, and then forever for not being, for not coming back. Translated by Alastair Reid1 |
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