lunes, 2 de marzo de 2015

"Tal vez tenemos tiempo"

Memorias bolivianas de Volodia Teitelboim

Hace 25 años, en Santiago, el escritor y dirigente comunista desgranó sus recuerdos de Bolivia, entre ellos, su misión como enviado de Allende para iniciar conversaciones con el gobierno de Torres; Teitelboim murió en 2008

 

La Razón (Edición Impresa) / Mariano Baptista Gumucio - periodista
00:00 / 01 de marzo de 2015
Había conocido a Volodia Teitelboim en la presentación de su libro Un hombre de edad media, y cuando me acerqué a felicitarlo me sorprendió diciéndome que conocía bastante Bolivia, pues había estado por lo menos tres veces de visita. Añadió que actuó como enviado del presidente (Salvador) Allende ante el presidente (Juan José) Torres. Esta sorprendente declaración despertó por cierto mi interés y le pregunté si estaría dispuesto a que le grabe sus recuerdos. “A esta altura de mi vida”, me respondió, “no tengo nada que perder ni que ganar y con mucho gusto lo recibiré en casa”, Teitelboim es autor de novelas, ensayos, biografías y sus propias memorias, y a sus noventa y pico de años es la figura patricia de la cultura chilena. Miembro del Partido Comunista desde su juventud, él bromea diciendo que ostenta el récord mundial como miembro del comité central donde ha estado por medio siglo. El golpe militar lo sorprendió en Europa donde se quedó hasta el retorno a la democracia. En los últimos años, los más fecundos de su vida, ha escrito las biografías, consagradas ya, de Neruda, Gabriela Mistral y Huidobro, así como Los dos Borges, vida, sueños y enigmas, premiada por la Academia Chilena de la Lengua.
Nuestra reunión tuvo lugar en su biblioteca donde pareciera que no cabe un libro más. Un gato que no se separa de su lado fue el testigo de nuestra conversación grabada. Antes de entrar al tema de Bolivia charlamos de libros y autores, entre ellos Regis Debray, que de su prisión en Bolivia salió a Chile a reposar y meditar en casa de Neruda, en Isla Negra. Volodia recordó luego a sus amigos bolivianos. Ésta es la versión textual de sus palabras.
José Antonio Arze fue muy amigo mío, trabajó aquí en la biblioteca del Congreso e incluso se casó con una chilena encantadora, a quien conoció también en la biblioteca; yo lo quise muchísimo, teníamos muchas afinidades intelectuales, él era sobre todo inclinado a la sociología; yo, en el primer momento en el que le conocí, estudiaba Derecho, era presidente del Centro de Derecho y lo llevé varias veces a dar conferencias en la facultad.
Otro tipo de relación fue con el embajador Ostria Gutiérrez, una persona distinguida que al ser despedida de su cargo diplomático quedó de asesor de la editorial Zig-Zag y publicó Un pueblo en la cruz. A mí me impresionó mucho, en ese momento yo hacía crítica literaria y dediqué un largo artículo a ese libro en el que compartía el sufrimiento del pueblo boliviano y sus desdichas. Una vez, recuerdo, debió ser el año 47, me invitó a la embajada, a la recepción del 6 de agosto. Habíamos tenido una reunión borrascosa con el presidente Gonzales Videla que ya se preparaba para prescindir de nosotros. De pronto alguien me abrazó por la espalda reclamándome por qué no habíamos ido a verlo, que éramos unos ingratos. Era el propio Gonzales Videla. Volvimos a reunirnos con él, pero fue inútil, pues ya no le servíamos pese a nuestro enorme aporte electoral, ya que habíamos llegado a ser la segunda fuerza política del país.
También conocí a Ricardo Anaya, el segundo de Arze. Cuando viajaba a Bolivia me alojaba en la casa de José María Alvarado, cuya familia me trataba como  a un miembro más. Solamente he conocido la Bolivia andina y recuerdo que di una conferencia en la Universidad de Potosí. Te voy a contar algo que es poco conocido. Nosotros teníamos una escuela de cuadros en el partido y venían muchachos del Ecuador, del Perú, de Bolivia. Un día los jóvenes del PIR que estaban aquí me contaron que estaban haciendo un documento teórico para proponer la creación del Partido Comunista… y lo hicieron. Eso fue alrededor del año 50. Los bolivianos eran muy estudiosos y muy apreciados aquí, impresionaban su don de gentes y su amabilidad. Muchos años después conocí a Simón Reyes, que pasó un exilio en Santiago. Vi a Lechín Oquendo, pero lo traté poco. No conocía a gente del MNR.
En los años 60 estuve en el Congreso como diputado y senador, y trabajé en la comisión de relaciones exteriores. He tenido siempre mucho interés en mirar hacia el mundo y, desde luego, hacia América Latina, particularmente a los vecinos. Me desagradó mucho lo sucedido con el río Lauca, diferendo por el que Bolivia suspendió relaciones con mi país. Yo manifesté que no se debía desviar esas aguas, y el Canciller Alessandri nos dijo que era una situación coyuntural y que todo se iba a arreglar pronto, pero han pasado los años y no sucedió nada.
Allende era mi compañero en el Parlamento, y él recibió personalmente a los pocos guerrilleros que sobrevivieron al Che. Era un hombre muy arrojado, de mucho coraje, de mucha decisión. Cuando los sobrevivientes de la guerrilla llegaron al norte de Chile, los llevaron a Investigaciones, de donde los recuperó Allende acompañándolos nada menos que hasta la isla de Tahití, lo que causó un gran escándalo. La gente de la derecha decía: ¿Cómo es posible que un senador acompañe a unos guerrilleros derrotados?
Años después, Allende fue elegido presidente. Yo seguía trabajando en la Comisión de Relaciones Exteriores. Debo hacer una digresión en mi relato. Antes de que él se hiciera cargo de la Presidencia, me buscó un grupo de generales indicándome que el Alto Mando deseaba saber cuáles eran las intenciones del nuevo Presidente. Me pidieron que fuera intermediario. Consulté a Allende y él estuvo de acuerdo. Trajeron a casa un cuestionario que tenía muchas cosas infantiles. Por ejemplo, preguntaban si los soldados rasos podían llegar a generales sin pasar por la Escuela Militar. También les preocupaba que la izquierda —según ellos— estuviese manejando una lista de oficiales a ser fusilados. Todas estas elucubraciones se hacían en las Escuelas de Altos Estudios que manejaban ellos, donde cualquier disparate era tomado como artículo de fe. Traté de tranquilizarlos pero noté que ya tenían el gusto de la sangre en la boca. Mucho especulaban en esos centros de ‘estudio’ que existía una ‘entente’ izquierdista en el Cono Sur, por la presunta afinidad de Velasco Alvarado, Allende y Torres. La verdad es que cada uno de esos gobiernos obedecía a distintas circunstancias internas de cada país.
Lo más preocupante era, sin embargo, los escenarios bélicos con los que jugaban. Estaban convencidos que antes del 79, Perú iniciaría una guerra de reconquista de sus antiguas provincias y, entonces, Chile estaba en el deber de hacer una guerra preventiva contra sus vecinos del norte. Mencionaban como ejemplo fehaciente el ataque que había hecho Israel a los árabes adelantándose a una operación envolvente de ellos. Todo era un completo delirio.
Y así como no pensaron en el desastre que podían causar si ponían en marcha sus proyectos bélicos, tampoco midieron la tremenda responsabilidad al destruir nuestra vida institucional y bombardear el Palacio de la Moneda.
Fue en esa atmósfera enrarecida que el presidente Allende envió gente de su confianza al Perú, que se entrevistó con el presidente Velasco Alvarado. Yo recibí el encargo de visitar La Paz y entrevistarme con el presidente Torres. El mensaje de Allende fue: ‘Hay que buscar acuerdos, soluciones. Nosotros somos completamente contrarios a cualquier solución violenta, somos latinoamericanos, tenemos que ayudarnos, tener seguras nuestras espaldas. Nosotros no somos un peligro para nadie y menos un peligro bélico.’
El presidente Torres me escuchó con atención. Me dijo que por supuesto a él también le interesaba un arreglo entre nuestros países. Era consciente de que sería necesario crear un clima de opinión favorable en los tres países. Me impresionó como un hombre muy simpático, no un intelectual, pero sí un militar con sentido común, muy agradable en su trato. Quedamos en articular una agenda, sacar en limpio qué era lo que quería cada país para terminar con un problema de incomunicación y recelo que ya tenía casi un siglo. Volví con ese mensaje a Santiago, donde Allende me recibió de inmediato. Quedó muy satisfecho y me dijo que debía volver tan pronto como fuera posible a Bolivia para reanudar las conversaciones. En efecto, volví a La Paz. No recuerdo si el Canciller boliviano fue parte de esas conversaciones; quizás no, pues lo cierto es que desde el aeropuerto me recogían funcionarios de Palacio. Nunca aparecí en los diarios de Bolivia ni de Chile y la relación se mantuvo en un plano de absoluto secreto, tan es así que es la primera vez que me refiero a ella.
En la segunda reunión con el presidente Torres hablamos de las aspiraciones bolivianas y él me indicó que la consigna de todos los partidos de derecha o de izquierda de su país, y por cierto la doctrina de sus Fuerzas Armadas, era que Bolivia recuperará su cualidad marítima dentro de un gran arreglo con Chile, en el que se tomarán en cuenta planes de desarrollo conjunto de una región hasta ahora desértica y semiabandonada. Hablamos de la posibilidad de un corredor a lo largo de la Línea de la Concordia o de un enclave que satisficiera el anhelo boliviano. Lo que logró Allende es convencer a los dos vecinos que su gobierno buscaba sobre todo la paz  y el entendimiento con ellos. Las conversaciones debían mantenerse todavía en un nivel reservado.
Pero sucedió que Torres fue derrocado por un movimiento militar el año 71 —y luego asesinado en Buenos Aires—, y el Ejército chileno, el 73, usó sus armas contra su propio pueblo, siendo la primera víctima inmolada el propio presidente Allende. Entonces se inició una dictadura sangrienta prolongada por 17 años. Convirtiose en portavoz contra Bolivia un loco apellidado Merino que no estaba en el manicomio sino en la Junta donde representaba al Poder Legislativo, ya que se repartieron entre los tres miembros los roles de los poderes del Estado. Pinochet era el que mandaba, y al otro se le iba la lengua.
Con el tiempo, el propio Pinochet se dio cuenta de que había que buscar un arreglo con Bolivia y ahí vino la negociación del año 75, que no tuvo éxito por razones de dominio público.
Al concluir nuestra charla, Teitelboim reiteró su afecto a los bolivianos. Me obsequió su libro de memorias con una gentil dedicatoria y formuló votos para que la aproximación que se había producido en los últimos dos años culminara en una negociación exitosa para bien de ambos países. El gato no se había movido de nuestro lado en las dos horas que duró mi visita.
NOTA
Este texto se publicó en el periódico Presencia de La Paz, el 26 de mayo de 2000. Fue recogido en el libro compilado por Mariano Baptista Gumucio: ‘Pensando en Bolivia. Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda Pablo de Rokha’. Baptista Gumucio fue Cónsul de Bolivia en Santiago de Chile. 

 

Pablo Neruda (1904-1973)


TAL VEZ TENEMOS TIEMPO

... Tal vez tenemos tiempo aún
para ser y para ser justos.
De una manera transitoria
ayer se murió la verdad
y aunque lo sabe todo el mundo
todo el mundo lo disimula:
ninguno le ha mandado flores:
ya se murió y no llora nadie.

Tal vez entre olvido y apuro
un poco antes del entierro
tendremos oportunidad
de nuestra muerte y de nuestra vida
para salir de calle en calle,
de mar en mar, de puerto en puerto,
de cordillera en cordillera,
y sobre todo de hombre en hombre,
a preguntar si la matamos
o si la mataron otros,
si fueron nuestros enemigos
o nuestro amor cometió el crimen,
porque ya murió la verdad
y ahora podemos ser justos.

Antes debíamos pelear
con armas de oscuro calibre
y por herirnos olvidamos
para qué estábamos peleando.

Nunca se supo de quién era
la sangre que nos envolvía,
acusábamos sin cesar,
sin cesar fuimos acusados,
ellos sufrieron y sufrimos,
y cuando ya ganaron ellos
y también ganamos nosotros
había muerto la verdad
de antigüedad o de violencia.
Ahora no hay nada que hacer:
todos perdimos la batalla.

Por eso pienso que tal vez
por fin pudiéramos ser justos
o por fin pudiéramos ser:
tenemos este último minuto
y luego mil años de gloria
para no ser y no volver.

(de Memorial de Isla Negra)



Translation:

MAYBE WE STILL HAVE TIME

Maybe we still have time
to be and to be just.
Yesterday, truth died,
a most untimely death,
and although every one knows it,
they all go on pretending.
No one has sent it flowers,
it is dead now and no one weeps.

Maybe between grief and forgetting,
a little before the burial,
we will have the chance
of our death and our life
to go from street to street,
from sea to sea, from port to port,
from mountain to mountain,
and above all, from man to man,
to find out if we killed it
or if other people did,
if it was our enemies
or our love that committed the crime,
because now truth is dead
and now we can be just.

Before, we had to battle
with weapons of doubtful calibre
and, wounding ourselves, we forgot
what we were fighting about.

We never knew whose it was,
the blood that shrouded us,
we made endless accusations,
endlessly we were accused.
They suffered, we suffered,
and when at last they won
and we also won,
truth was already dead
of violence and old age.
Now there is nothing to do,
we all lost the battle.

And so I think that maybe
at last we could be just
or at last we could simply be.
We have this final moment,
and then forever for not being,
for not coming back.

Translated by Alastair Reid1

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