Varios años antes de la invasión de 1879 |
Chile creó un ‘clima’ de tensión para justificar una invasión a Bolivia y Perú
El mito llevado al extremo de la historia oficial
chilena de la Guerra del Pacífico es que ese país se defendió de Bolivia
y Perú. El punto medio, aunque también mitológico, de la versión
chilena es que el vecino reaccionó violentamente por el impuesto o
gravamen boliviano de 10 centavos al quintal de salitre que extraía la
Empresa de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, de capitales ingleses y
chilenos. La historia lo desmiente, en el sentido en que Chile venía
preparando una guerra contra Bolivia y Perú, generando un clima propicio
para ésta con anterioridad al referido impuesto al salitre.
Chile buscó el incidente, cualquiera que fuese, que detone su plan
inspirado en la doctrina de su expresidente Diego Portales de establecer
una supremacía en el Pacífico, bajo la creencia de que sus
características geográficas le imponían solo dos alternativas:
expandirse o desaparecer. A continuación, se hace una revisión histórica
de cómo la política de Chile en el siglo XIX fue la de crear una que se
puede llamar ‘temperatura de guerra’.
SÍNTOMAS. Una
muestra de que Chile preparaba la temperatura adecuada para la guerra
puede ser el modo en que encaró sus relaciones bilaterales. Así, por
ejemplo, cuando Lima (Perú) quería firmar con Santiago un tratado de
amistad, comercio y navegación, además de uno de extradición, en 1877,
Chile guardó silencio, según recuerda el historiador y geógrafo peruano
Mariano Paz Soldán en su libro Narración histórica de la guerra de Chile
contra el Perú y Bolivia (Tomo I), publicado inmediatamente después de
la guerra, en 1884.
Perú elevó esos documentos a
rango de ley inmediatamente, el 15 de febrero de 1877. Chile, en cambio,
dijo que su Congreso no tenía tiempo y solo se manifestó 17 meses
después, pidiendo modificaciones, todas las cuales fueron admitidas por
el Perú y ratificadas por su Congreso a mediados de 1878. Chile volvió a
callar. Paz Soldán atribuye este silencio al artículo 17 del tratado,
según el cual en caso de una desavenencia, de no arribarse a un acuerdo,
el tema sería sometido a un arbitraje por una tercera potencia, antes
de un rompimiento definitivo.
Pero la doctrina de
Portales había echado raíces en la política de Estado chilena incluso
antes. Esta política de expansión ya se veía en 1866, cuando Perú,
Bolivia y Chile eran aliados contra los ataques de España a cargo del
vicealmirante Luis Hernández-Pinzón. En 1866, cuando la fuerza naval
peruana vengaba el bombardeo español de Valparaíso, con la victoria
llamada luego “Dos de Mayo”, Chile ofrecía a Bolivia armas y dinero para
que el país invada Perú y ceda su departamento del Litoral a Chile.
ARMAMENTISMO. En 1866 —registra Paz Soldán— la alianza seguía viva y la
guerra contra España continuaba en derecho, si bien las hostilidades
fueron suspendidas de hecho. El tratado de esta alianza de tres países
estipulaba que no se podía entrar en conversaciones con el enemigo
español sino consultando a los otros dos firmantes; no obstante, Chile
celebró un pacto secreto con España en Londres para que se le permita
sacar dos corbetas de Inglaterra: el Chabuco y el O’Higgins a cambio de
que España saque a su vez sus dos blindados: el Victoria y el Arapiles.
Chile hizo esto a espaldas de sus dos aliados.
Algo
similar sucedió a fines este año, cuando Chile intentó comprar a Estados
Unidos un vapor blindado, el Idaho (luego Dunderberg); una vez más
actuó ocultándolo a sus aliados. Por no haber sido lo suficientemente
discreto, su embajador en Washington fue destituido, señala el
historiador.
En 1871, Chile ya tenía firmada la paz
con España, empero, vio por conveniente comprar dos buques blindados: el
Cochrane y el Blanco Encalada (que luego serán fundamentales para la
ocupación chilena del territorio boliviano).
No
contento con los dos buques de guerra, Chile emprendió en 1873, la
construcción de la cañonera Magallanes y el transporte Tolten, amén de
embarcaciones menores y el fortalecimiento de su batallón de artillería.
Hay que resaltar que para el siglo XIX, ese armamento adquirido era de
una potencia que ni Perú ni Bolivia podían contrarrestar. Mientras
Chile se armaba, renovó sus exigencias con Bolivia sobre cuestiones
emergentes del Tratado de 1874. Al llegar sus acorazados a Valparaíso,
el tono de sus diplomáticos pasó de la ofensa a la amenaza.
CONFABULACIONES. Otro modo en que Chile fue tentando su expansión había
sido mediante ofrecimientos de protección y cooperación a personajes
bolivianos, a quienes apoyaba en sus expediciones revolucionarias a
cambio de beneficios en caso de que las revueltas tengan éxito. Esto es
lo que el escritor chileno José Miguel Concha llama la “política
boliviana” de Chile en su estudio Iniciativas chilenas para una alianza
estratégica con Bolivia (1879-1899).
Así, en 1872
llegó Quintín Quevedo a Chile. Enrique Vidaurre, en su libro El
presidente Daza, relata que Federico Errázuriz (presidente de Chile), en
1875, propuso a Quevedo apoyo y disimulo en su aventura
desestabilizadora a cambio de parte del Litoral boliviano además de
ayudarle, “con todo el poder de Chile, en la adquisición del litoral de
Arica e Iquique”. Esta misma proposición ya se hizo nueve años antes a
Melgarejo.
Pero si Chile acogió y tentó al boliviano
Quevedo, un año antes, en 1874, hizo lo propio con el peruano Nicolás de
Piérola (luego presidente del Perú), acusa el texto de Paz Soldán a
esta figura política que incluso da el nombre a la avenida principal de
Lima. Piérola, apunta el historiador peruano, fue armado por Chile y
alentado por su prensa a un segundo intento de revolución. “La prensa y
el gobierno de Prado (presidente del Perú) callaron; porque no querían
provocar cuestiones, sabiendo que Chile estaba armado y que solo buscaba
un pretexto”, escribe Paz Soldán.
TRATADO. Otro
argumento que utilizó Chile para la agresión fue el tratado defensivo
firmado entre Bolivia y Perú en 1873, en vistas a las señales de
beligerancia chilena. El espionaje del país transandino tuvo
conocimiento de este pacto casi inmediatamente de haber sido firmado,
así como lo supo el resto de las naciones vecinas; sin embargo, era una
alianza estrictamente defensiva. “Si en la letra o en el espíritu del
tratado de 1873 hubiese algo ofensivo al honor, o contrario a los
intereses de las repúblicas vecinas, (...) el Brasil, Colombia, el
Ecuador o la (...) Argentina, como naciones circunvecinas de las aliadas
(Perú y Bolivia), habrían manifestado sus quejas, exigiendo
explicaciones y seguridades”, escribe Paz Soldán. Este razonamiento da
por el piso con el mito de que Chile vio en el ataque su modo de
defenderse; además, fuera del tratado, la alianza peruano-boliviana no
tenía ni remotamente ningún preparativo bélico real, como lo prueba el
estado precario de ambos ejércitos incluso meses después de la invasión
chilena.
DIPLOMACIA. Otro modo con que Chile preparó
un clima de beligerancia fue mediante sus agentes diplomáticos, tanto en
Perú como en Bolivia. Recuérdese el silencio chileno ante el tratado de
amistad con Perú, que le iba a dar beneficio comercial. El caso más
emblemático se da en Lima, a través del embajador de Chile en esa
ciudad, Joaquín Godoy. En 1873, registra Paz Soldán, este diplomático
escribe una serie de oficios ofensivos y amenazantes en respuesta a una
supuesta uniformización del impuesto al salitre junto con Bolivia. Esa
información era del todo falsa, explicó Perú, pero su conducta se
mantuvo en la amenaza.
Con anterioridad al impuesto
ratificado en 1878, “el gobierno del Mapocho fue preparando el ambiente
necesario para aprovechar la primera causa o motivo según su criterio,
por pequeñas que fueren para llevar a cabo la invasión del territorio
nacional” (Sic), escribe Vidaurre. En este sentido daba instrucciones a
sus agentes diplomáticos residentes en Antofagasta.
Este autor relata que a fines de 1877 el cónsul de Chile en Antofagasta,
Salvador Reyes, comenzó a obstaculizar las funciones de las autoridades
bolivianas en esa localidad haciendo causa común con el gerente de la
Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, el inglés Hicks,
quien se negaba a pagar una obligación económica impuesta por la
municipalidad en base al 3% de renta de cada propiedad, para el
mejoramiento del alumbrado público. Es decir, que Bolivia cedía al
inglés la explotación de minerales gratuitamente y la compañía no creía
que debía devolver a la comunidad su cuota para el alumbrado público…
El prefecto boliviano, coronel Severino Zapata, “no podía consentir
como legal el derecho de extraterritorialidad que pretendía asumir el
cónsul chileno en favor de Hicks”.
Este asunto
meramente local fue sobredimensionado por Chile y llevado a una esfera
de conflicto internacional. Reyes llevó su queja al embajador chileno en
La Paz, Pedro N. Videla. Éste le contesta mediante un telegrama: este
impuesto “en su forma extensa era perfectamente legal, lamento que Ud.
Haya tomado intervención oficial”.
Reyes, molesto por
la respuesta, decidió dirigirse directamente al ministro de Relaciones
Exteriores de Chile, Alejandro Fierro, que el 25 de octubre de 1877 le
contesta favorablemente y se refiere al impuesto como: “atropellos que
la Municipalidad está cometiendo con los que resisten el pago de dicho
impuesto”. Sobre un hecho menor y local se da incluso una manifestación
del jefe de la diplomacia chilena, en lo que puede leerse una
orientación del gobierno a la creación de un clima de conflictividad.
En Bolivia, como en Perú, el roce diplomático también tuvo que ver con
el salitre. Recapitulando brevemente el origen, hay que recordar que el
gobierno de Mariano Melgarejo, en 1868, concedió a la empresa inglesa
Milbourne Clarke —luego Compañía de Salitres y Ferrocarril de
Antofagasta— extensos territorios en Antofagasta para la extracción de
salitre. A la caída de Melgarejo, se declaró ilegal todo lo hecho por
éste; no obstante, en noviembre de 1872 una ley autorizó un arreglo para
que dicha compañía continúe con la explotación, pero pague 10 centavos
por cada quintal de salitre. Esto se ratifica con la ley del 14 de
febrero de 1878, aún cuando la empresa inglesa-chilena no tenía
derechos, si se considera que se había revocado todo lo dictado por
Melgarejo.
Este impuesto, que nunca pasó de una
intención, es enarbolado por Chile para crear la tensión desde su
diplomacia (además, hay que recordar que una vez que Santiago ganó la
guerra, cobró un impuesto de 1,5 pesos al quintal de salitre, lo que no
impidió a los salitreros chilenos e ingleses hacerse ricos de todos
modos).
En noviembre de 1878, el embajador chileno en
La Paz rechazó el gravamen con una nota que hace que se suspenda: “la
negativa del gobierno de Bolivia a una exigencia tan justa como
demostrada, colocaría al gobierno de Chile en el caso de declarar nulo
el tratado de límites que lo ligaba a ese país y a las consecuencias de
esa declaración”. Chile toma como pretexto el impuesto para romper un
pacto de límites y “sus consecuencias”, es decir la paz.
El tratado de la concesión daba la posibilidad a un arbitraje, que es
aceptado por Chile a condición de que se suspenda la medida de la
controversia. Ya en enero de 1879, a un mes de la guerra, Bolivia acepta
la condición chilena para que se inicie un proceso de arbitraje; sin
embargo, el buque blindado Blanco Encalada se mece amenazante frente a
la costa de Antofagasta.
El prefecto Zapata ordenó,
el 8 de enero, la detención de Hicks y el embargo de su empresa para que
se cumpla el impuesto. El inglés logró huir refugiándose en el Blanco
Encalada con la ayuda de Reyes. “Los hilos que manejan la actitud del
cónsul chileno se hallan movidos por la mano del propio ministro de
Relaciones Exteriores de Santiago, Alejandro Fierro”, acusa Vidaurre.
Días antes, Bolivia pidió explicaciones por la presencia de la nave de
guerra y Chile dijo de manera falaz que la presencia del Blanco Encalada
no tenía “el significado, ni el objeto que el gobierno de Bolivia le
atri-buía”. Confiado en esto, el 1 de febrero Bolivia rescindió el
contrato con la Empresa de Salitres... Si Chile consideraba que el
impuesto era razón suficiente para una guerra, la rescisión era aún
peor.
FUNCIONARIOS. Los empleados diplomáticos
chilenos hicieron las veces de espías con anterioridad a la guerra.
Pero, estos actos se intensifican en la víspera de la invasión. Por
ejemplo, según el libro de Vidaurre, el 31 de enero, Nicanor Zenteno
escribe a Enrique Villegas (diplomático de Chile en Calama uno y en
Mineral de Caracoles el otro) un mensaje cifrado: “Por el puesto oficial
que desempeño de observar vigilantemente la actitud, medidas y
movimientos del gobierno y autoridades bolivianas, que pueden en
cualquier manera afectar el desarrollo posterior de los sucesos…”.
Luego, “la reserva que exige esta clase de vigilancia por doble motivo
de su propia delicadeza y del mal efecto que produciría su transparencia
en caso de que la cuestión tomase un giro amigable, me ha hecho
dirigirme a usted como la persona cuya discreción, celo e inteligencia
me inspiran entera confianza, a fin de que usted me tenga al corriente
de todo suceso que afecte el estado de cosas que dejo indicado, y
principalmente sobre la aproximación o movimiento de tropas de línea que
pudieran venir por el camino de Potosí”.
El 6 de
febrero, a ocho días de la invasión, Villegas respondió: “Recibo su
telegrama cifrado (…) la noticia que usted me dice que ha tenido de que
vienen en camino para este mineral 300 hombres de tropa, carece de toda
verdad. (...) A mi juicio no hay nada que temer en este lado”. “En
Calama y Atacama sé con toda seguridad que solo hay 10 buenos rifles en
cada una de las poblaciones. Como usted ve, tal cantidad de armas no
merece la pena de tomarse en cuenta, ni menos tenerle recelo alguno en
un caso dado”.
Meses antes, Chile promovió y financió
el traslado de desocupados chilenos al Litoral boliviano para que éstos
formen una “quinta columna” el momento de su ataque. Uno tras otro,
Chile dio una serie de pasos —armamentismo, diplomacia amenazante,
ofrecimientos desleales, espionaje— todos los cuales se dirigían a un
mismo camino: obtener por la fuerza la supremacía en el océano Pacífico.
Apresto chileno para la guerra
Desde mediados del siglo XIX, Chile se preparaba
para una guerra en consonancia a su política de expansión y así obtener
la supremacía en el Pacífico, dictada por la doctrina de su expresidente
Diego Portales. El objetivo era crear un clima de beligerancia.
Episodios de la historia lo comprueban.
Por eso hoy
queda claro que con o sin el impuesto de diez centavos a la extracción
del quintal de salitre a la compañía privada Empresa de Salitres y
Ferrocarril de Antofagasta, Chile habría encontrado algún incidente con
el cual justificar la invasión.
Todo comenzó mucho
antes. Casi al finalizar el intento invasor de España, rechazado por los
aliados Perú, Bolivia y Chile, a mediados de siglo; este último país
inició su armamentismo con la compra de buques de guerra a espaldas de
sus dos aliados.
Otro frente que abrió Chile para
propiciar un ambiente de conflictividad fue el diplomático, dando
instrucciones a sus agentes en Perú y Bolivia para que exista una
constante fricción. Un ejemplo llevado al extremo de esto es el del
Cónsul de Chile en Antofagasta, quien un año antes de la guerra se
involucró en asuntos locales como la mejora del alumbrado público, a la
que todos los propietarios de esa localidad aportaron y la compañía del
inglés Hicks (Empresa de Salitres...) se negaba a pagar. Chile incluso
llevó este asunto municipal hasta su mismo Ministerio de Relaciones
Exteriores. Haciendo de un problema local uno internacional.
Asimismo, en la historia se registran constantes ofrecimientos chilenos
a Bolivia de armas y apoyo para que sea el país el que invada la
provincia peruana de Tarapacá a cambio de ceder luego a Chile parte del
litoral boliviano. Tras las reiteradas negativas del país a estos
planes, Santiago hace la invasión en solitario. Por otro lado, también
hay datos que prueban que Chile, antes de la guerra, impulsó y financió
el traslado de pobladores desocupados a territorios bolivianos de la
costa, con el objetivo de que en el enfrentamiento sean una “quinta
columna”.
El editor
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