Nathan Wachtel. Foto: Teoría de la Historia |
Dioses y vampiros. FCE, 1997 |
Reseña de Dioses y vampiros. Regreso a Chipaya, del Fondo de Cultura Económica : "Nathan Wachtel narra en esta obra, con cariño y buen humor, su reencuentro con los indígenas que viven no lejos de las cimas nevadas de la cordillera de los Andes, en Bolivia. Casi veinte años después de su primera estadía entre los indios chipayas descubre que muchas cosas ya no son las mismas en el pueblo: la intrusión de la modernidad ha ido deshaciendo poco a poco los cultos paganos y transformando la religión de los antepasados. Atrapado en el engranaje de los conflictos actuales, el etnólogo se enfrenta, en compañía de los chipayas, a un universo de dioses y de vampiros en que se funden la búsqueda mesiánica de las sectas cristianas, los dramas individuales y la intriga policíaca.
Este 'relato de viaje' también nos permite comprender mejor la parte de subjetividad que anima toda investigación de campo, pues, por su sola presencia, el etnólogo modifica el juego de los equilibrios o desequilibrios del cuerpo social en el que se inserta. Cualquiera que sea su comportamiento, no domina las interpretaciones a las que da lugar: quisiera ser simple observador, mas corre el riesgo de convertirse en objeto manipulado. Es imposible abstraerse para ser sólo mirada exterior.
En sus aventuras en los confines de un mundo en vías de desaparición, el autor no oculta su nostalgia, evoca sus 'tristes trópicos' y se interroga sobre el sentido de su oficio de etnólogo. "
Reseña: La logique des bûchers (La lógica de las hogueras):
Ilustración: resonancias.org |
Arrestado durante las “redadas” de la Inquisición de Río de Janeiro en 1710, Miguel de Castro Lara se apresura a escribir a su esposa y a su madre para advertirlas: “Mis queridas prima de mi alma y madre amada de mi corazón, me es imposible expresarles mi dolor así como contarles mi tristeza.” Numerosos son aquellos que forman parte del “convoy”, y Miguel añade una nota a su misiva: “Envío la lista de prisioneros y prisioneras, porque pueden denunciarse unos a otros, para que ustedes lo sepan, pues para los prisioneros ya no hay remedio, incluso si les ocurre la más grande desgracia; pero en cuanto a los que están libres, no hablar ni con el pensamiento, a ellos no se les puede denunciar, al contrario sería un gran pecado. Quemar esto inmediatamente, sin falta.”
Como Nuno Alvarez de Miranda, teniente de infantería, y Ana Gomes, madre de once hijos, sus compañeros de infortunio, o como Maria Rodrigues, viuda analfabeta y miserable, y su hijo, Francisco Mendes Simoens, maestro de escuela, arrestados dos años más tarde, Miguel de Castro Lara figura entre las decenas de millares de judíos convertidos a la fuerza, luego acusados por la Inquisición de haber vuelto secretamente a la “fe de Moisés” durante la época moderna.
Después de un primer estudio consagrado a los destinos de los marranos a través de los retratos, itinerarios y periplos de estos nuevos cristianos perseguidos (La fe del recuerdo: Laberintos marranos, FCE-España, 2007), Nathan Wachtel, profesor honorario en el Collège de France, devuelve la voz a las víctimas de la Inquisición, concentrándose en la actividad de los tribunales en Brasil durante el primer tercio del siglo XVIII, la fase más intensa de la represión de los judaizantes en la colonia portuguesa.
Por un paciente examen de los procesos conservados en los archivos, el historiador y antropólogo se detiene en los trayectos cruzados de algunos de esos acusados que encarnan la terrible realidad cuyas cifras y estadísticas cuentan difícilmente el horror. Cortando con el debate sobre el valor de las confesiones arrancadas por los inquisidores, consideradas a veces más como el reflejo de lo que ellos deseaban oír en vez de la realidad de los hechos, Watchel insiste, al contrario, en la eficacia de esos métodos que permitían según él sacar a la luz una buena parte de la “verdad”.
Los verdugos hablan y describen a sus victimas: Domingos Nunes, “de talla media, feo de cara, de cabellos negros y cortos, de tez morena”, Antonio da Fonseca Rego, “alto, cara delgada, tez pálida, cabellos negros y cortos”; luego cuentan a su vez sus historias y dudas religiosas. El trabajo de los jueces es lento, y antes de ser presentados en el estrado de los autos de fe, los condenados vestidos con el sambenito, la infamante túnica de penitencia, la investigación se prolonga, la rutina administrativa y la repetición sumarial están destinadas a obtener la confesión de las faltas de los presos. Por un “nanoanálisis” de lo cotidiano en las prisiones, el historiador examina así los minúsculos detalles de esta “lógica de las hogueras”, a través del estudio de los mecanismos de la acción de esta “maquina para arrancar confesiones” y la gramática de la práctica inquisitorial.
Vigilancia y denuncias
Seguimos a los acusados en el dédalo de los interrogatorios, conducidos de manera infatigable con el fin de inducirlos a traicionar a sus allegados, “engranaje irreprimible” para familias y amigos a quienes no les queda más que denunciarse entre sí para salvarse. Ya que “la larga experiencia marrana enseña que el valor supremo, el más sagrado, es la vida, no el martirio”. Luego, como por encima de los hombros de los guardianes que los espían, observamos a los prisioneros en sus celdas. Cada uno de sus actos es registrado, ayunos judaicos practicados a escondidas “desde el anochecer hasta el amanecer” en las oraciones y en los rituales: “Se puso de nuevo su sombrero y comenzó a caminar (…). Hacia las dos de la madrugada se arrodilló cerca del taburete,con el sombrero en la cabeza, frente a la puerta del calabozo. Allí, haciendo numerosos gestos con las manos, se inclinaba hacia el suelo, se golpeaba el pecho, y pronunciaba palabras que yo no podía escuchar.” Los mínimos detalles de su vida cotidiana son informados, hasta sus preparaciones culinarias: “Esperó que la mantequilla se fundiera, tomó condimentos de la cesta y cuatro pedazos de pan, que echó en la olla. Cuando vio el agua hirviendo, pidió dos huevos al prisionero de la chaqueta roja, rompió las cascarones y lanzó los huevos en el agua con dos pedazos de pan suplementarios.” Vigilancia y denuncias que anuncian la observación panóptica moderna, como ya lo había presentido Michel Foucault en sus trabajos sobre las prisiones y la lógica carcelaria.
Y es esto lo que interesa antes que nada a Watchel: demostrar la modernidad de la Inquisición. Así vuelve a poner la institución en la génesis del sistema totalitario, en el que encuentra uno de los orígenes de esta administración minuciosa y eficaz, presta a alentar la delación. El autor se defiende de cualquier anacronismo, y nos dejamos convencer sin dificultad de las posibles aproximaciones con los famosos análisis de Hannah Arendt. Pues “los Inquisidores no son monstruos: son funcionarios que generalmente realizan concienzudamente su oficio, creen en su misión, están convencidos de trabajar por el bien público, por la pureza de la fe cristiana. Y, al servicio de su creencia, de su fe, que es la de su sociedad en su inmensa mayoría, inventan y aplican métodos pioneros en su racionalidad policial”.
Magro consuelo, la violencia de la represión y la minucia sin falla de la “lógica de las hogueras” jamás lograrán “impedir la transmisión entre las victimas —hasta nuestros días, aunque sea fragmentada— de una memoria marrana”, de la que Nathan Wachtel se hace eco brillantemente una vez más.
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