Sucre perpetuo
Caminar por sus calles y avenidas es adentrarse en la época colonial y
republicana de Bolivia. Las casas e iglesias de fachadas blancas, los
balcones de madera y hierro forjado y sus techos de teja son atractivos
que permanecen perennes, como las mejores obras artísticas. No por nada
es la ciudad de los cuatro nombres (Charcas, La Plata, Chuquisaca y
Sucre), y puede tener otro denominativo más: la urbe de la cultura.
La capital del Estado es en sí misma un museo, porque aglutina
historia, religión, un palacio de príncipes y espacios que hacen de este
territorio imperecedero. La historia señala que la corona española
delegó al marqués de Camporredondo, Pedro de Anzures, para que viajase
al territorio de los Charcas y fundase una ciudad —con el objetivo de
proteger a la población de los indígenas hostiles—, se salvaguardaran
los yacimientos minerales (especialmente de plata) y se respaldara la
minería proveniente de la poblada Potosí. Al pie de los cerros Sica Sica
y Churuquella (donde en la actualidad se encuentra el mirador de La
Recoleta), De Anzures fundó la Villa de La Plata de la Nueva Toledo.
Algunos historiadores afirman que la fecha de fundación es el 16 de
abril de 1540, otros aseguran que el 29 de septiembre de 1538. Lo cierto
es que este dato continúa en discusión debido a que no existe ningún
documento fehaciente que aclare el detalle histórico.
Riqueza patrimonial
De lo que no cabe duda es que Sucre exuda historia y cultura en sus
calles, casas y edificios mediante personajes representativos en la
Ciudad Blanca. El Viceministerio de Turismo, dependiente del Ministerio
de Culturas, organizó la visita de un grupo de periodistas de todo el
país a la capital del Estado Plurinacional, para compartir un poco de
esta riqueza que descansa en un valle inmemorial.
El recorrido puede durar unos días, aunque para algunos ya son años
porque decidieron fijar residencia en la ciudad. Los museos son caminos
interminables de saberes y de memorias, como el de Charcas, el
Antropológico, Eclesiástico, de Etnografía y Folklore, o de Arte
Indígena Asur. De igual manera, el Parque Cretácico; la Catedral
Metropolitana, el templo de San Lázaro, San Sebastián o Santo Domingo;
la capilla de la Virgen de Guadalupe, de la Rotonda o de la Gruta de
Lourdes, el parque Simón Bolívar, la plaza Pedro de Anzures de
Camporredondo y el mirador de La Recoleta son ejemplos para que el
visitante pueda conocer la Sucre de los múltiples denominativos, pero
más que todo cultural e inolvidable.
El convento de La Recoleta
Al llegar a la plaza Pedro de Anzures de Camporredondo, a las faldas
del cerro Churuquella, se yergue bello y claro el convento Nuestra
Señora de Santa Ana del Monte de Sión, o La Recoleta.
La infraestructura, perteneciente a la orden de los franciscanos y
construida en 1600, tenía el objetivo de dar alojamiento y descanso a
los sacerdotes que tenían su trabajo misional en el Chaco, con el
propósito de que recuperasen su salud o pasaran ahí sus últimos días. En
la iglesia se expone una sillería de coro del siglo XVII, tallada en
madera de cedro y que perteneció a la orden de los franciscanos. Los
detalles de los cuerpos y rostros reflejan la misión franciscana de
evangelización en Nagasaki, Japón, donde 26 franciscanos, frailes y
bautizados cristianos fueron torturados, crucificados y empalados. Las
esculturas del púlpito reflejan el martirio que vivieron los misioneros
aquel 3 de enero de 1597. Abajo, después de cruzar un campo con
naranjales silvestres, está el árbol milenario, de unos 1.000 años de
antigüedad y que fue declarado monumento nacional e histórico en 1956.
Es tan grueso, que para abrazar el tronco se necesitan diez personas, y
tan alto que parece perderse en el cielo.
El convento San Felipe de Neri
La terraza de este convento debe ser una de las más fotografiadas de
Sucre, pues desde allí se observa un panorama bello de la ciudad, con el
fondo de los cerros que circundan la urbe, además de las iglesias,
monumentos y casas coloniales.
Pasar el atardecer en este lugar es inigualable, a través de balaústres
estilizados y cresterías que adornan la parte superior de este
edificio.
Cuando el arzobispo fray José de San Alberto fundó en Chuquisaca la
congregación de los Padres del Oratorio de San Felipe, también consiguió
la construcción de la iglesia San Felipe de Neri, que fue inaugurada en
1799.
Pilar Carbajal, gerente de la agencia de turismo Rutas del Sur y guía
de la delegación, explica que cuando falleció el último de los
filipenses en este templo, aproximadamente en 1976, la administración de
este espacio pasó a tuición de la Iglesia Católica, que creó el colegio
de niñas Santa Teresa, que en la actualidad es el colegio María
Auxiliadora, de la orden salesiana.
En los pasillos se exponen más de una decena de cuadros que datan de
los siglos XVIII y XIX, entre los que resaltan copias de los lienzos del
pintor de origen checo Anton Raphael Mengs, además de una Misa de San
Gregorio creado por Tintico, pintor indígena de finales del siglo XVII.
La terraza era utilizada por los filipenses como lugar de oración y
recogimiento, donde tenían que estar 12 horas, desde las 06.00 hasta las
18.00. Como la orden era del silencio permanente, solo podían hablar
dos horas al día, una durante el almuerzo y otra al atardecer. Carbajal
señala que para que los filipenses no se durmieran durante su
recogimiento, los asientos de cemento fueron construidos con una
inclinación.
El templo de San Francisco
Este templo es conocido por albergar la campana que resonó aquel 25 de
mayo de 1809 para llamar al pueblo a rebelarse contra la opresión
hispánica.
Según las crónicas de la época, un religioso franciscano, Francisco de
Aroca, construyó en 1539 una modesta enramada donde reunía a los niños
para catequizarlos. Fue tal la impresión que causaron sus palabras, que
los vecinos y fieles del lugar se ofrecieron para posibilitar la
edificación de una capilla, que en 1581 se transformó en una iglesia de
la Orden Franciscana.
En este templo resaltan los altares de estilo barroco mestizo y el
artesanado. También se puede apreciar en la parte central y en el coro
el mejor ejemplo del arte mudéjar, un estilo arquitectónico que se
caracteriza por la conservación de elementos del arte cristiano y el
empleo de ornamentos árabes.
Al ser la segunda iglesia construida en la ciudad de Charcas, su cripta
continúa guardando los restos mortales de los primeros españoles que
llegaron a habitar estos lares.
En el salón superior del templo se exponen casullas antiguas y cuadros
del siglo XVII y XVIII pintados en conjunto o que son copias, por lo que
son de autor anónimo.
Varios cuadros han sido cortados, en unos casos porque quisieron
robarlos y, en otros, debido a que rostros, manos o imágenes completas
son perfectas, lo que representa mucho valor para coleccionistas en el
extranjero.
En una de las dos torres del templo cuelga un ícono chuquisaqueño y
boliviano, la Campana de la Libertad, que el 25 de mayo de 1809 repicó
para convocar a la población a la sublevación.
Se cuenta que el patriota Mariano Suárez Polanco tocó de tal manera la
campana en la revolución, que ésta se rajó, algo que se puede observar
en la visita a la parte alta del templo.
El Castillo de la Glorieta
Aproximadamente a cinco kilómetros del centro sucrense está ubicada
esta infraestructura de principios del siglo XX que mezcla los estilos
gótico, barroco, neoclásico y mudéjar, entre otros, y que muestra la
opulencia de unos príncipes bolivianos.
Francisco Argandoña, un rico minero potosino, se casó en 1875 con
Clotilde Urioste, perteneciente a la alta sociedad de Sucre. Al no poder
tener familia, la pareja se hizo cargo de dos orfanatos, uno dedicado a
las niñas y el otro a los varones. En el ámbito político, Argandoña fue
designado ministro plenipotenciario en Francia por el entonces
presidente Mariano Baptista Caserta. Como los esposos vivieron mucho
tiempo en Europa, se codearon con lo mejor de la sociedad, lo que les
permitió conseguir más recursos para su obra social.
Al conocer el emprendimiento de los bolivianos, el papa León XIII les
otorgó en 1898 el título nobiliario de Príncipes de la Glorieta, debido
al nombre de su propiedad.
Su nueva designación debía estar a la altura del lugar donde iban a
vivir, por lo que Clotilde pidió al arquitecto de origen italiano
Antonio Camponovo que diseñara la residencia, quien, por capricho de la
dueña, mezcló estilos arquitectónicos para lograr la unidad de este
palacio. Al pasar las rejas de ingreso pareciera que los cuentos de
hadas se hicieran realidad al ver una fortaleza con infinidad de
habitaciones, terrazas, torres y árboles.
Los salones del bien y del mal muestran cariátides (figuras de mujeres
que sirven de soporte a una estructura arquitectónica), querubines,
cancerberos y murciélagos.
En el castillo hay una réplica del Jardín de Versalles, un montículo, una casa de muñecas y una fuente de los deseos.
En un rincón del jardín del palacio, oculto entre la vegetación y la
pared de piedra, una pequeña reja de fierro conduce a un túnel que al
parecer sirvió para transportar mineral y dinero de la empresa de los
Príncipes de la Glorieta.
La Casa de la Libertad
En medio de la pared alba con balcones de madera, una fachada de piedra
con un zaguán de cedro nativo tachonado con clavos de bronce y la
bandera nacional flameando, marcan el ingreso al amplio patio colonial y
al salón donde se escribió el acta de la independencia de Bolivia.
En la capital del Estado, la Casa de la Libertad es uno de los lugares
que no se puede perder el visitante nacional o extranjero.
La guía de turismo Paola Rivera, quien aguarda delante de la fuente que
adorna el patio del ahora museo, cuenta que esta infraestructura, que
perteneció en un inicio a los jesuitas, fue construida a finales del
siglo XVI para que funcionara como colegio, y que desde 1624 acogió a la
Universidad Mayor Real y Pontificia de San Francisco Xavier de
Chuquisaca. Los jesuitas fueron expulsados en 1767, por lo que la
universidad pasó a ser tuición de la Real Audiencia de Charcas, una de
las instituciones más importantes creadas por los españoles. Desde 1776,
la capilla privada de los jesuitas fue empleada como salón para que los
estudiantes defendieran sus tesis.
La Casa de la Libertad debe su nombre a que allí se graduaron los
doctores de Charcas, quienes germinaron los movimientos revolucionarios
en América del Sur.
Después de la batalla de Ayacucho, del 9 de diciembre de 1824, que
decidió la liberación de los pueblos americanos de la Colonia española,
el Mariscal Antonio José de Sucre emitió un decreto en febrero de 1825
para que representantes de cinco provincias decidieran en esas salas el
futuro del Alto Perú.
El ambiente principal es la conexión directa con aquella parte de la
historia boliviana, pues se siente el aroma a libertad al ver y tocar
los muebles de madera, y sentir la alfombra que se empleó durante la
Asamblea Deliberante. En el medio, delante del escritorio principal,
sobre un pedestal, se encuentra una réplica del acta de la
independencia. Al fondo están los cuadros de Bartolina Sisa, Julián
Apaza, Simón Bolívar, Antonio José de Sucre y José Ballivián, debajo de
un vitral del escudo nacional.
La habitación contigua está dedicada a los guerrilleros que lucharon
contra las tropas realistas, como Eustaquio Moto Méndez, Vicente Camargo
y José Antonio Álvarez de Arenales, donde se destaca Juana Azurduy,
quien junto a su marido, Manuel Ascencio Padilla, luchó por la
emancipación altoperuana. Los restos de la guerrillera descansan en un
cofre de madera, rodeado por una espada dorada, una charretera del
Ejército boliviano y un sable de general del Ejército argentino.
Los demás salones están dedicados a la etapa virreinal, con el mapa de
las colonias españolas en América dibujado en 1775, la bandera
albiceleste que izó el general argentino Manuel Belgrano durante la
guerra de independencia, cuando llegó al Alto Perú; la sala que expone
los retratos de los diputados deliberantes de 1825; una galería con
prendas, armas y uniformes de los expresidentes del país, y la sala
Mariscal Sucre, que contiene cuadros, documentos y objetos que
pertenecieron al libertador.
El Museo Gutiérrez Valenzuela
En medio de la pared alba con balcones de madera, una fachada de piedra
con un zaguán de cedro nativo tachonado con clavos de bronce y la
bandera nacional flameando, marcan el ingreso al amplio patio colonial y
al salón donde se escribió el acta de la independencia de Bolivia.
En la capital del Estado, la Casa de la Libertad es uno de los lugares
que no se puede perder el visitante nacional o extranjero.
La guía de turismo Paola Rivera, quien aguarda delante de la fuente que
adorna el patio del ahora museo, cuenta que esta infraestructura, que
perteneció en un inicio a los jesuitas, fue construida a finales del
siglo XVI para que funcionara como colegio, y que desde 1624 acogió a la
Universidad Mayor Real y Pontificia de San Francisco Xavier de
Chuquisaca. Los jesuitas fueron expulsados en 1767, por lo que la
universidad pasó a ser tuición de la Real Audiencia de Charcas, una de
las instituciones más importantes creadas por los españoles. Desde 1776,
la capilla privada de los jesuitas fue empleada como salón para que los
estudiantes defendieran sus tesis.
La Casa de la Libertad debe su nombre a que allí se graduaron los
doctores de Charcas, quienes germinaron los movimientos revolucionarios
en América del Sur.
Después de la batalla de Ayacucho, del 9 de diciembre de 1824, que
decidió la liberación de los pueblos americanos de la Colonia española,
el Mariscal Antonio José de Sucre emitió un decreto en febrero de 1825
para que representantes de cinco provincias decidieran en esas salas el
futuro del Alto Perú.
El ambiente principal es la conexión directa con aquella parte de la
historia boliviana, pues se siente el aroma a libertad al ver y tocar
los muebles de madera, y sentir la alfombra que se empleó durante la
Asamblea Deliberante. En el medio, delante del escritorio principal,
sobre un pedestal, se encuentra una réplica del acta de la
independencia. Al fondo están los cuadros de Bartolina Sisa, Julián
Apaza, Simón Bolívar, Antonio José de Sucre y José Ballivián, debajo de
un vitral del escudo nacional.
La habitación contigua está dedicada a los guerrilleros que lucharon
contra las tropas realistas, como Eustaquio Moto Méndez, Vicente Camargo
y José Antonio Álvarez de Arenales, donde se destaca Juana Azurduy,
quien junto a su marido, Manuel Ascencio Padilla, luchó por la
emancipación altoperuana. Los restos de la guerrillera descansan en un
cofre de madera, rodeado por una espada dorada, una charretera del
Ejército boliviano y un sable de general del Ejército argentino.
Los demás salones están dedicados a la etapa virreinal, con el mapa de
las colonias españolas en América dibujado en 1775, la bandera
albiceleste que izó el general argentino Manuel Belgrano durante la
guerra de independencia, cuando llegó al Alto Perú; la sala que expone
los retratos de los diputados deliberantes de 1825; una galería con
prendas, armas y uniformes de los expresidentes del país, y la sala
Mariscal Sucre, que contiene cuadros, documentos y objetos que
pertenecieron al libertador.
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