El algoritmo barroco
Julio Ortega
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Las raíces autoritarias, xenófobas y sexistas de la lengua española, en todos sus confines, son bien conocidas. Julio Ortega, en este espléndido ensayo, recurre a la intrusión siempre oculta o francamente reprimida de diversas fuentes lingüísticas —el árabe, el hebreo, las lenguas indígenas— para ofrecernos un panorama de la literatura en nuestra lengua rico, diverso y en constante transformación gracias al recurso del barroco.
Estas reflexiones parten de una pregunta: ¿por qué para escribir poesía en español hay que empezar expulsando al español del lenguaje poético? Documentando y explorando tal cuestión, sólo en apariencia paradójica o irónica, se busca aquí sustentar una hipótesis: hay una tradición poética atlántica que no se resigna a la representación configurada por la lengua natural, y hace de su expulsión el acto poético por excelencia.
Garcilaso de la Vega
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Pienso que hoy podemos asumir, sin alarma, que no sólo contamos con veinte literaturas nacionales, a un nivel; y a otro nivel, con una literatura latinoamericana, una española, y varias literaturas peninsulares en otras lenguas; sino que, en otro plano, contamos también con una interactividad trasatlántica, donde la comunicación, por un lado, y la textualidad, por otro, se suceden y alternan. Un espacio crea al otro y éste a otro más, inclusivo y compartimental. Así, la presuposición crítica y la actualidad creativa de este poliglotismo se reconfigura de acuerdo a su capacidad crítica del presente. Esa lengua plural (que media entre lenguas originales, peninsulares y americanas) es el piso en construcción de la cultura trasatlántica en la que hemos sido formados. Ésta es una lengua puesta al día por la literatura, por la genealogía de una conversación que sólo puede darse como un evento actual. Se escribe en el presente, en la orilla incierta de la lengua misma; pero se lee en el futuro, proyectando espacios. Si la literatura es una puesta en crisis del tiempo presente, sus apelaciones tienen que ver con la futuridad, una palabra que finalmente ha entrado al Diccionario de la Real Academia. Cada escritor que renueva el espacio poético en español y cada encrucijada decidida por la poesía son apuestas radicales por recomenzar los debates de un diálogo bien planteado.
Diré algo sobre estas fracturas, donde la veracidad es la materia emotiva del discurso, que desencadena la poesía, cuyo proceso de construcción levanta el habitus de la crítica en tránsito. Morar, recordó Heidegger, es habitar pero al mismo tiempo construir esa morada. No se trata, sin embargo, del ser sino del tránsito de estar. Tampoco del origen sino del proceso. Creo que la poesía tiene esa función o esa vocación: hacer lugar. Empieza, por lo mismo, verificando el horizonte de su certidumbre verbal.
De la tradición cada nuevo escritor retoma un autor ejercitado en renovar las formas. No lo agobia ninguna ansiedad de influencias, no inventa a sus precursores; despliega un proceso abierto: inventa a sus lectores. Nuestros grandes poetas han sido los de mayor inventiva. De modo que la tradición no es, en español, un museo ni un archivo; y sólo es una morada porque está siempre en construcción. Se trata de un espacio dentro de otro, de una figura acotada que se concibe desde otra, que la incluye. En un primer enmarcamiento, por ejemplo, a los peruanos nos ha tocado no sólo ser lectores sino practicantes de Vallejo, de modo que nuestra noción de la poesía es la de una demanda superior a nuestras fuerzas. Con Vallejo, inevitablemente tenemos que volver a la lengua (cuestiona la gramaticalidad de un mundo malarticulado); al habla actual (introduce la variación expresiva, inmediata y abrupta); y al espacio de reinscripción (fractura los protocolos consagrados); y, así, el lector reorganiza la distancia que hay entre las funciones de la lengua natural y el lenguaje forjado por la poesía. Uno, por lo mismo, concluye que con Vallejo la lengua natural no sólo es puesta en crisis sino incluso tachada como idioma común. Es descontada en tanto mapa del mundo y en tanto sistema comunicativo por una escritura que se produce, más cierta, en la materia emotiva del lenguaje que es el poema. Vale la pena recordar que en la mentalidad andina, un espacio (“cancha”) postula otro espacio, al que incluye (“cancha-cancha”), alterno y complementario, desplegado como su conceptualización. Alto y bajo, dentro y fuera, serial y diferencial, este modelo —explorado y postulado por el quechua/español de la obra de José María Arguedas— anuda, desata y redistribuye funciones y significaciones cuyo proceso articulatorio es una figura dialógica.
Hace poco en Madrid alguien dijo, de un personaje político, que era “gallego en el peor sentido de la palabra gallego”. Me llamó la atención esta declaración pesimista no en los gallegos, que inventaron buena parte de la intimidad del español moderno, sino en el lenguaje común, que subdivide a España estereotípicamente y convierte al otro en una caricatura. Es una declaración que demuestra una tipología antimoderna, probablemente característica del siglo XVIII. El escritor Javier Marías, a propósito de esta frase, muy debatida, recordó en su columna de “El Semanal” de El País, que en España se dice que los catalanes son ahorrativos, los andaluces relajados, los castellanos rotundos, etcétera, y concluyó que ello es una demostración del humor español.
Pensé, por mi parte, que la atribución a la cultura popular de una sabiduría mundana se remonta al refranero, pero también al malentendido: los refranes de Sancho, en la irónica versión cervantina, prueban, más bien, que a veces lo que pasa por mundanidad popular puede ser estereotipo; y peor aún, prejuicio, cuya licencia es una suerte de “agujero negro” del lenguaje. Este uso del lugar común produce un habla profusa, tautológica y reificada, que deja de ser parte del pensamiento y se revela como osatura ideológica. En cada uno de nuestros países esta servidumbre de la lengua no ha hecho sino acrecentarse. Aun cuando los signos de la modernización mejoraban la tecnología comunicativa, el acceso educativo y los derechos civiles, el lenguaje acusaba el costo menos cuantificable pero no menos elocuente, el de la regresión del lugar del otro. Lo demuestra la prensa amarilla, la televisión de cotilleo, la radio energúmena y la creciente violencia del espacio comunicativo en Internet. La falta de regulaciones y responsabilidades en la ideología del mercado, irónicamente, intensificó la violencia de los poderes reciclados y la mala distribución informativa.
La solución tampoco pasa por imponerle al Diccionario de la RAE la eliminación de la acepción insultante de “gallego”. En la edición en línea, ese diccionario consigna una sola acepción derogativa: “5. adj.C. Rica. tonto (falto de entendimiento o razón)”. Advierte la entrada que ha sido “enmendada”. Y ya una nota explica que este diccionario no refrenda el sentido discriminador de algunos términos sino que se limita a consignar ciertos usos. Me temo que los diccionarios del español terminarán siendo los de una lengua que reconoceremos pero que no hablaremos. O que hablan los extranjeros. Julio Cortázar, que fue extraordinariamente sensible a las connotaciones del habla, dijo que el diccionario era un “cementerio” donde cada nombre difunto tenía su definición como lápida. No se trata, claro, de los diccionarios, sino de la pesadumbre ideológica que transparentan. Tal vez el mejor sería aquel que lo incluyera todo, y no sólo en la gruesa celebración de humor grotesco de Camilo José Cela. En ese diccionario ideológico, verificaríamos: “Hombre libre: ciudadano que ejerce sus derechos”; “Mujer libre: descarriada”.
El español probablemente es la lengua con más carga de tradición autoritaria, con más peso de ideología conservadora, y con mayor incidencia de las pestes ideológicas del machismo, el racismo y la xenofobia. En el uso, estamos eximidos de dar la fuente de verificación: su validación tiene al yo como centro de autoridad (“Porque lo digo yo”, anuncia un puño en la mesa). Subyace a esta producción la noción de que la identidad se construye en contra y a costa del otro, y no necesariamente en el diálogo. Aparentemente, está demostrado que las lenguas son más complejas (herméticas) en su área de origen y más sintéticas (comunicativas) cuanto más se expanden. El español se formó como una magnífica suma de regionalismos peninsulares (la patronímica y la toponimia son derivaciones y marcas fascinantes), donde dejan huella el gallego, el vascuence, el catalán; y, pronto, el árabe, el hebreo, sus derivados mutuos, y, enseguida, el inquietante repertorio americano, cuyo despliegue será la materia que aliente en el barroco. Lo ultramarino siempre desmintió a lo ultramontano en esta lengua, tan histórica que sólo en la literatura es plenamente nuestra.
Cabe ahora adelantar que este linaje autoritario se podría entender a partir del hecho de que el español es una de las pocas lenguas que no pasó por la Reforma. Más bien, racionalizó la Contrarreforma: justificó la expulsión de árabes y judíos, y muy probablemente fue víctima de su propio nacimiento moderno en la violencia. El recientemente descubierto Juicio de Colón así lo demuestra: la violencia ocupa la subjetividad y devora al sujeto colonial y a su empresa. Es una lengua que ha vivido casi toda su vida bajo imperios absolutistas y una religión proveedora de buena conciencia. El español fue más bien impermeable, a pesar de algunos casos ilustres y trágicos, y rehusó la modernización del siglo XVIII. Fuera de breves momentos liberales o republicanos, padeció la extraordinaria arbitrariedad de sus dictaduras. Entre la república democratizadora y el autoritarismo, prefirió a éste. Hay que recordar que los últimos treinta años son el periodo más largo que ha vivido España, y por lo tanto la lengua española, de libertades civiles y autocríticas. Por eso, la metáfora de la tipología regional de las identidades como práctica deportiva corresponde, más bien, al mal humor, y a un uso de la lengua que no ha conocido la autocrítica.
Recordemos que casi todos los grandes escritores españoles han padecido la cárcel o el destierro por su uso del español. San Juan de la Cruz y Fray Luis de León estuvieron presos por haber traducido pasajes de la Biblia o por sostener que la Biblia, después de todo escrita por Dios, podía tener una traducción mejorada de la vulgata. En el expediente del juicio a Fray Luis de León, su acusador (un colega de Salamanca) lo llama “el hebreo Fray Luis de León”. La historia de la traducción y los traductores es un sensible capítulo de la modernidad cautelada del lenguaje español. Las ordenanzas que regulan el trabajo de los traductores en el Nuevo Mundo revelan la suspicacia sobre su función, y el problema más interno de un sistema de validación que carecía de otras verificaciones que la autoridad, la fe y la censura. La gran traductora mexicana de la Conquista, doña Marina, la Malinche, en lugar de ser consagrada por la historia como una heroína de lo moderno fue descartada como traidora. Desde el siglo XIX su nombre designa el favor por lo extranjero. Y “Los hijos de la Malinche”, en el famoso ensayo de Octavio Paz, no son los nuevos sujetos bilingües (mediadores del futuro) sino los hijos de una violación (condenados de origen).
¿Cómo escribir, entonces, desde la tradición antimoderna y la prohibición autoritaria? Solamente escribiendo mejor, replegando el lenguaje sobre sí mismo, explorando la materialidad de los signos, cifrando en la hipérbole los términos contrarios. Pero, antes, es preciso abandonar la dicción y la prosodia protocolares. El escritor tendrá que reconstruir el territorio de la lengua como un espacio imaginario más grande que el lenguaje literal y menos asertivo que el discurso de autoridades.
Garcilaso de la Vega se mudó al italiano. Góngora se afincó en el latín. Cervantes buscó su propio idioma en el género de la novela como el primer espacio relativista del lenguaje dominante. Garcilaso se inscribe en la gran tradición que formaliza el humanismo, el petrarquismo, que actualizó a los clásicos, bebió de Dante y Cavalcanti, asumió el neoplatonismo y forjó el dolce stil novo. Con Garcilaso tenemos el extraordinario ejemplo del primer español internacional, ya no regional sino abierto al mundo, capaz de renovar radicalmente la poesía castellana.
Luis de Góngora
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Desde la poesía, pero también desde la crítica, Petrarca había inventado la filología como el arte de restituir la memoria literaria del lenguaje. Llamamos hoy “nostalgia crítica” a su modelo de lectura: al restaurar manuscritos de la Antigüedad clásica, que en la Edad Media habían sido descartados como paganos —se usaban los textos clásicos como material de relleno para la encuadernación de los libros—, rescató la memoria contra la arbirariedad de la historia, para la inteligencia humanista. Estableció la retórica de Quintiliano, un hispano-romano, adelantado del paradigma de la mezcla, del español ganado desde el humanismo. De los papeles de Quintiliano dice Petrarca que estaban “menguados y lacerados”. Su labor es reconstruir la memoria no como texto fundador ni como objeto fetichista sino como una fuente del porvenir. Y reunir y establecer los textos clásicos se hace más urgente en una época aciaga y mercantil, que detestaba. Curiosamente, Petrarca le escribe cartas a los clásicos y les dice: Ustedes vivieron en una época magnífica, en cambio yo vivo rodeado de comerciantes y farsantes. Éste es el otro acto humanista que la literatura instaura contra la barbarie autoritaria: la conversación, que su amigo Boccaccio convierte en dispositivo del relato. Escritor es aquel que convoca las voces del tiempo en el diálogo constitutivo de la comunidad de la letra. Garcilaso, en esa escena, conversa con Petrarca; y Boscán proseguirá la conversación del malogrado amigo, comentándolo como si le tomara la palabra. El Inca Garcilaso retomará, a su vez, esa conversación para dialogar con León Hebreo y con las cartas de Petrarca; y otro tanto hará Rubén Darío, devolviéndole la palabra a Garcilaso. Alfonso Reyes nos demuestra, luego, que la literatura es una conversación dentro de otra conversación; y Borges, que uno no deja de conversar con Cervantes.
El Inca Garcilaso de la Vega, que eligió su nombre para honrar a su pariente, el príncipe de los poetas, no sólo a su padre, tuvo en su biblioteca varios libros de Petrarca. En otra parte he tratado la importancia de esa filiación, a propósito de la escena filológica central de sus Comentarios reales. Cuenta allí que un fraile prominente de la catedral de Sevilla ha recuperado del incendio de Cádiz, por la invasión inglesa, los manuscritos del historiador peruano, el padre Valera. Recibió, nos dice, los papeles “rotos y menguados”, exactamente como Petrarca. Evidentemente, reapropia este principio de valor de los textos salvados de las fauces de la historia, de su bárbara violencia, para construir la memoria, su Libro, que en este caso será un modelo del mestizaje. El Inca Garcilaso se propone, además, dar ejemplo: las semillas de España crecen en Indias en gran abundancia, nos dice, porque Indias es de una fertilidad extraordinaria gracias a la tierra, que recibe estas semillas y produce unos frutos deliciosos y gigantescos. Cuenta que ha visto un rábano que no podían abrazar varios hombres, y que probó de ese rábano. Este modelo de una naturaleza no acabada, como pensaba la religión medieval, sino en proceso de hacerse, se hace mejor gracias a la mezcla. Porque la mezcla va a ser el espacio de modernidad que América introduce en el español. No la ortodoxia, no el monólogo, no el autoritarismo, sino la tolerancia, la apertura, y la novedad de un principio de articulaciones, que es capaz de reespacializar el mundo con el lenguaje. Este paradigma de la mezcla se transforma en un modelo cultural, porque la mezcla va a ser también producto del sistema del intercambio, y la construcción de la esfera pública. El mestizaje no es solamente étnico sino, sobre todo, cultural. Es un sistema de información que articula una nueva lectura del pasado para contradecir el presente de violencia y postular un porvenir más democrático, diríamos hoy, más abierto e inclusivo. También por eso Cervantes quiso ir dos veces a Indias, porque entendía que en América el español estaría libre de la prohibición y la censura de España. Si mundo significa limpio, Nuevo Mundo significó el lenguaje de lo nuevo como nueva limpidez.
Góngora, lo sabemos, acude al latín para forjar la sintaxis que hoy celebramos como barroca. El Barroco aparece justamente como un fenómeno nuevo de la percepción: alterno a la perspectiva geométrica, la figuración circular del Barroco ya no previlegia la racionalidad del sujeto que controla el campo de la mirada, sino que suscita la materialidad de la inmanencia, la mirada incorporadora, que es parte de ese mundo haciéndose en los sentidos. Es la exuberancia del Nuevo Mundo lo que excede el campo de la mirada, y privilegia la función del conocimiento y la experiencia. Pero el Barroco no existiría sin el oro, la plata, los pájaros, el chocolate, la piña, el tabaco, las raíces y los frutos que dejan su traza en el espacio de la representación y en la sintaxis de las incorporaciones. Cuando Colón, en su Diario, dice que ha visto en una isla del Caribe el árbol frondoso que llama palma, acude a un oxímoron para describirlo: nos dice que era de una “disformidad fermosa”; las palabras no le sirven para describir este árbol que se sale del campo de la visión; sus ramas y hojas no pueden ser controladas por la perspectiva. Es, nos dice, hermosamente horrible. Se trata de la primera semilla del Barroco.
Esta ampliación de la mirada produce una representación del mundo como materia gozosa. El sujeto de la posesión, cuyo conocimiento pasa por el saber de ver y probar, emerge en los cronistas, sobre todo en los que recorren el Caribe. Una y otra vez testimonian: “yo comí de la piña”, “yo probé de esta fruta”. Oviedo se burlaba de Pedro Mártir, quien nunca había estado en Indias y no había comido una piña. El erudito encargaba piñas pero todas le llegaban mal. La piña fue el emblema del Barroco, el recreo de la naturaleza como artífice barroquizante. En cambio, Felipe II, que tenía una curiosidad callada por este fruto, recibió una piña, la puso en su mesa, la contempló, y decidió no probarla. Gracias a la religión, no necesitaba conocer nada nuevo y debe haber temido era un producto del demonio.
Góngora vuelve del latín con una nueva sintaxis. Ya no es la sintaxis acumulativa y expansiva, sino una sincrética, donde las palabras mismas adquieren una suerte de tensión, sensorialidad, exotismo y materialidad, que no habían tenido. Es probable que Góngora tampoco hubiera forjado esa nueva sintaxis sin el espacio alterno de las Indias. Si el latín le permite la tersa concentración de la materia poética, Indias interpola entre los viejos nombres los nuevos objetos. Góngora cita varias veces a las Indias en sus poemas; pero como observó Alfonso Reyes, más allá de las referencias puntuales: en su poesía asoma el Nuevo Mundo en la sensorialidad del exotismo.
Quien más remite a las Indias y estaba más alerta a sus noticias es Cervantes, el escritor del Siglo de Oro que pone a prueba su lenguaje desde nuevos espacios críticos de la lengua. La novela le permite interpolar lugares alternos, y el teatro le permite barajar los tiempos (México y Sevilla) como espacios simultáneos. Había leído los Comentarios reales del Inca Garcilaso, cuyos escenarios parece glosar en el Persiles. Pero, sobre todo, su experiencia de cautivo, de otras gentes y lenguas, y hasta su misma condición social, y origen converso, debe haberle hecho concebir el espacio de las Indias más como alterno que ajeno. No sólo porque dos veces intentó mudarse a América sino porque sabía que la mezcla era la metáfora más creativa, por más moderna, de un pensamiento erasmista, tan crítico como relativista.
En Don Quijote, uno de los personajes más fascinantes es Ricote, un moro que vuelve a España disfrazado y dice que ha recorrido el mundo. Don Quijote le pregunta cuál es el lugar donde mejor se ha sentido, y Ricote dice que Alemania. Ésta es una de las mejores ironías de Cervantes. Don Quijote le pregunta por qué, y Ricote contesta que allí uno puede opinar lo que quiera y a nadie le importa. Irónicamente, los espacios interpolados cotejan las prohibiciones españolas. Además, el nombre Ricote es el de un pueblo murciano que fue fecundo gracias al trabajo de los árabes. Por lo demás, el Quijote es siempre otro Quijote, como demostró diligentemente Pierre Menard. Y entre esas lecturas, la de Carlos Fuentes, el narrador de mayor inventiva cervantina entre los escritores de vocación atlántica, nos devuelve al principio: leer el proyecto quijotesco de cambiar el lenguaje para cambiar el mundo.
Cervantes no podría haber ignorado la cuestión del lenguaje español. En la segunda parte, Don Quijote llega a Barcelona y va a conocer a su madre, la imprenta. Nos dice Cervantes que en la puerta se lee: “Aquí se imprimen libros”. La ironía no se nos escapa: “aquí” está de más, no se los imprimen en otra parte; “se imprimen” está igualmente de más, porque no se dibujan o copian, se imprimen; y “libros” sale sobrando porque de ellos se trata. La ironía alcanza a cierta tendencia redundante y perifrásica de la lengua española. ¿Hay otro nombre para este lugar? “Imprenta,” naturalmente. Pero Cervantes no lo usa, deliberadamente, para ilustrar su irónica crítica del lenguaje. Se ha repetido que Sancho representa el refranero y su sabiduría popular, pero tenemos que reconocer que muchas veces también representa la redundancia y lo literal. Tal vez la saturación sentenciosa del sentido común, que es una comedia del habla en Sancho, sea también una sutil crítica del uso y sobreabuso de la profusión y perífrasis de una lengua que termina perdiendo a sus referentes en el circunloquio. Cuando Don Quijote es condenado, después de una derrota, a volver a su pueblo, sabe que no puede haber peor castigo que ése, volver al pueblo natal, volver a la Mancha, cuyo nombre lo dice mejor el olvido. La mancha viene de la palabra árabe para “lugar seco”, y lo seco es lo literal: la repetición, esa claustrofobia del lenguaje. La pesadumbre de la lengua literal radica en que refrenda y confirma las evidencias, porque es incapaz de imaginar su transformación. La referencialidad cruda y elemental no trabaja para construir la morada de un lenguaje capaz de rehabitar el mundo. Por eso, cuando vuelven Don Quijote y Sancho, muy melancólicos, a su pueblo, el amo le dice a su escudero: “¿y si nos hiciéramos pastores?”. Esto es, ¿y si nos cambiáramos de libro y nos metiéramos en una novela pastoril? Seguirían en el discurso abierto por el relato y no tendrían que regresar a la Mancha. Otra irónica refutación cervantina del lenguaje sin horizonte.
No menos importante para esta lectura del Quijote es que, a pesar de su humilde género, viene directamente del mundo humanista, de la tradición crítica de Petrarca. Sólo que siendo una comedia de la letra, Cervantes debe situar la novela en el mercado, donde compra un manuscrito, por amor a los papeles menguados y rotos, que está en árabe y debe hacer traducir. Si bien la novela hace este traslado irónico y propiamente novelesco, tiene un propósito que es fundamental al humanista: enseñar a leer, demostrar que el lenguaje leído acrecienta nuestra humanidad, y humaniza también el espacio siempre contrario, hecho por la “prosa del mundo”. Por eso, creo que el héroe de la novela es Sancho Panza, el hombre analfabeto. La novela debe enseñarle a leer a Sancho, a través de un maestro tan loco que ha asumido el mundo imaginario como literal. Y, al final de la novela, vemos que Sancho ha aprendido a leer. Lo demuestra con elocuencia en el episodio de la Ínsula, cuando como supuesto gobernador lee cada caso que juzga como si se tratara de una novela italiana. Revela ser un buen lector analítico: juzga, decide y no se equivoca. Sancho ha aprendido a leer y Don Quijote le encomia su sabiduría. Por eso cuando están volviendo a su pueblo, esta posibilidad de seguir en el discurso, aunque sea en una novela pastoril, es una proyección de otro espacio alterno y salvaticio, ya que lo literal, como sabemos, representa lo muerto.
César Vallejo, 1929
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Pero, volviendo a la poesía, debemos considerar el caso de Rubén Darío, cuya obra, siendo modernista, no sólo ocurre en un lenguaje paralelo al de la lengua general, sino que su arte es la permanente sustitución de un lenguaje por otro. Es, de hecho, el primer lenguaje poético que libera al español de su tradición naturalista.
Darío, no sin escándalo, abandonó el español y se pasó al francés. Pero no se trataba de mero “galicismo”, sino que fue a la poesía simbolista francesa para recuperar su música, y volver, luego, al español y ensayar todas las formas de su tradición métrica, desde la Edad Media hasta su desangelado presente. No solamente fue el más grande poeta de la lengua sino el poeta que más formas prosódicas del español utilizó. Darío, naturalmente, volvió a Garcilaso. Garcilaso había descubierto la naturaleza sonora de la lengua española, que como han dicho algunos poetas es la más próxima al latín. El español tiene un sonido vocálico, absorto y resonante que Darío exploró mejor que nadie. Desterrado en una isla del Danubio, el poeta Garcilaso había escrito: “Danubio, río divino”. Rubén Darío escribió: “Juventud, divino tesoro”, que es exactamente la misma fórmula apelativa, pero, sobre todo, es la misma celebración de la calidad sonora del español, en ambos versos de sutil juego vocálico simétrico, reverberante en uno, abismado en el otro.
Borges, lo sabemos, se fue al inglés y volvió de mejor humor, sucinto y lacónico. El hecho es que sin el inglés no sería el mismo. Encontró en el inglés una concisión, diríamos, elocuente de la frase capaz del sobrentendido y el sesgo irónico; así como una estética del fragmento y la agudeza. Una especie de minimalismo avant la lettre, que le permitió hacer que la inteligencia y la emoción formaran parte de la misma expresión. Cervantino de modo decisivo, su “Pierre Menard, autor del Quijote” postula una teoría crítica basada plenamente en la lectura operativa, liberada del fantasma biográfico. Menard escribe el mismo Quijote porque entiende que es otro Quijote, el suyo, rescrito al ser leído. Borges implica en esa operación la noción actual de que clásico es el libro que se actualiza en el presente de nuestra lectura, vivo en el tiempo del lenguaje. La tesis postulada se sostiene en la idea de que la naturaleza humana, más que parecida a los sueños, se parece al lenguaje, del que estamos hechos, desde que aprendemos a leer hasta que nos abandona. Una broma cervantina sobre el lenguaje es la que hizo cuando declaró que de chico había leído el Quijote primero en inglés y sólo después en español. Algunos críticos dieron la broma por literal y, sin ironía, dedujeron la superstición moderna de que siendo bilingües adoptamos la lengua de prestigio. Menos predecible es recordar que Borges adapta los juegos verbales de paradoja barroca. En este caso, bastaba recordar que Byron, quien escribió su Don Juan para combatir el aburrimiento del inglés de su tiempo, había dicho que Shakespeare se lee mejor en italiano.
Otros poetas, como César Moro, escribieron en francés. También Vallejo introdujo algunos rasgos del francés en su poesía. De un lugar lleno de gente se dice en francés que está “lleno de mundo”. En tanto hablante nuevo del francés, al igual que César Moro, Vallejo gustaba de esas paradojas de humor involuntario que suscitan las lenguas al cruzarse. En un poema de España, aparta de mí este cáliz, dedicado a la Guerra Civil española, Vallejo canta la muerte de un miliciano, y concluye: “Su cadáver estaba lleno de mundo”. Era un muerto de una dimensión cósmica.
Vallejo fue quien más radicalmente puso en duda el uso de la lengua española. Quiero escribir, dijo, pero me atollo, porque no hay cifra hablada que no llegue a bruma y no hay pirámide escrita sin cogollo. Esto es, tengo mucho que decir pero no puedo escribirlo porque para hacerlo tendría que usar el lenguaje, que es sucesivo y requiere de un orden; además, escribir un poema exige un centro y una unidad verbal. Esa condena del poema a la naturaleza del lenguaje le impide escribir. ¿Cómo escribir sin utilizar el lenguaje? Escribiendo mal, responde en Trilce, desde los bordes de la incongruencia y el patetismo. Y se propone, en consecuencia, una poética de la tachadura: borra las conexiones referenciales y produce un habla orgánica y desnuda, de cruda emotividad, con la que levanta una aguda crítica de la representación, esto es, de la pérdida material del mundo en el lenguaje. En esta poesía extremada, el lenguaje español se piensa a sí mismo residualmente y, al mismo tiempo, forjándose como imagen viva del mundo.
Lorca había explorado las formas leves y circulares del poema arábigo, donde fluye el habla como tiempo verbal y traza arabesca en su corriente. Y en Poeta en Nueva York demostró su honda coincidencia con Vallejo al propiciar la fuerza orgánica del habla frente a la escritura. Aleixandre acudió al lenguaje asociativo del sueño en el escenario freudiano. Ociosamente, sus críticos creyeron que era mejor su poesía “comunicativa”, cuando es superior la que disputa la racionalidad de una comunicación sobrecodificada. Nicanor Parra abrevó de las matemáticas y la filosofía inglesa del lenguaje para desmontar la lírica como derroche expresivo y recobrar la ironía de la dicción popular como saber común. José Lezama Lima regresó a las fuentes del Barroco para convertir al poema en el espacio ceremonial de un lenguaje que se debe a la fecundidad de la imagen. Carlos Germán Belli ha forjado un barroquismo hecho de tecnicismos, habla coloquial y formas clásicas cuyo claroscuro es escena del deseo. Lorenzo García Vega ha trazado variaciones extremas de asociacionismo figurativo y a la vez geométrico, donde el lenguaje es una red en el vacío, una impecable sustitución prodigiosa del mundo. ¿Y cómo no interrogar la composición rutilante de Jorge Eduardo Eielson, cuya lengua española viene de la plástica, del arte performativo, que otorga a las palabras una figuración creativa de nuevo rango, de esplendor objetivo y libertad sin tregua?
José-Miguel Ullán abre las palabras por dentro para dibujarlas como otro idioma, más libre y lúdico, capaz de rehacer la misma escritura del mundo como una exposición universal de los poderes del grafismo. Julia Castillo pule sus poemas como huesos sin tiempo, conjuros grabados en la geografía verbal despejada, gracias a lo oscuro cifrado. Reina María Rodríguez trama la fluidez circular del habla como un mapa del mundo afectivo; Juan Carlos Flores se debe al genio del arte de la sorpresa aleatoria, capaz de darle forma a la incertidumbre; Arturo Carrera, al ritual barroco inherente al habla que nos habita; Coral Bracho, al poema como instrumento generativo sin explicaciones, evento puro. Estos poetas, entre varios otros, han demostrado la insondable creatividad del español cernido por el coloquio y abierto por la textualidad, capaz de decirlo todo de nuevo en un despliegue de combinatorias, tramas y entramados de la voz, la imagen, el grafismo, y la acción poética de una escritura en pos de un referente de liberaciones mutuas y espacios en construcción. La poesía, por lo demás, no ha cejado de buscar la reverberación del habla temporal, cuyo modelo latino de vivacidad oral y cuya estirpe angloamericana de inmediatez apelativa se han hecho pauta de enunciación, duración emotiva y agudeza dialógica desde la fresca dicción de Ernesto Cardenal, la transparente imagen de Claribel Alegría, el coloquio introspectivo de Fernández Retamar, la entrañable melancolía de Juan Gelman, la noble claridad de José Emilio Pacheco, el brío gozoso de Antonio Cisneros, y el barroco callejero de Roger Santiváñez...
En la novela, Juan Goytisolo ha reivindicado una y otra vez la narrativa de invención, que no ha dejado de ensayar, poniendo en entredicho las representaciones dominantes, el casticismo anacrónico y la trivialización del mercado literario. Julián Ríos es quien más lejos llevó el desmontaje de la lengua narrativa española, en una práctica de ruptura hecha con ingenio y humor, cuyas consecuencias subvertoras comprobamos hoy en la última novela española, de vocación trasatlántica, gracias a Borges, y postnacional, gracias a Goytisolo. Diamela Eltit, por su parte, ha explorado espacios marginales donde la palabra de los otros cuestiona la ocupación de lo público, haciendo del espacio literario una restitución de emplazamientos a la vez poética y política, esto es, dialógica. En ninguna literatura como la chilena de este siglo se disputa la inteligibilidad del espacio como lugar (drama fantasmático de las clases), pérdida (casas arruinadas por la historia), desértico (descentrado y vaciado), y deshabitado (ocupado por el mercado). El espacio se torna político: la evidencia del malestar irresoluble de la comunidad extraviada por los poderes sin turno.
Fue un narrador peruano de poderosa persuasión poética, José María Arguedas (1911-1969), quien al hacer hablar al español desde el quechua demostraría que las lenguas regionales tienen todavía mucho que hacer no sólo en los valores de su propia independencia sino en el espacio cultural de la compatibilidad, esa capacidad de articulación de la cultura andina y la lengua quechua, cuya sintaxis se despliega creando el espacio de una epistemología de trama aleatoria. Propongo designar a esta sintaxis incorporatriz como un algoritmo barroco. Un principo de apropiación y desplazamiento que no borra a los términos sumados, sino que negocia el lugar de cada forma en la dinámica de su ocurrencia, desplegada hacia el futuro.
Ante el dilema de en qué lengua escribir, Arguedas optó por hacerlo en un español dentro del cual resuena el quechua como matriz, traducción, substrato y proyecto bilingüe. No es la suya una lengua mixta sino una lengua interpolada, donde la mezcla es una huella pero sobre todo un espacio en construcción o, mejor aún, un espacio en invención. En Los ríos profundos (1968), como Cervantes en el Quijote, Arguedas cuenta el aprendizaje que hace el hablante de una nueva lengua para ejercer la suya propia. La comunicación plena del mundo natural es el modelo de su lengua quechua, y la comunicación conflictiva de su mundo social es la jerarquización que impone el español, al que confronta, asedia y hace suyo. Si en el Perú un hombre no puede hablar libremente con otro, dadas las extraordinarias estratificaciones arcaicas, en el trayecto de los conflictos ocurre que el español aprende quechua y el quechua habla español. La novela, se diría, está escrita en un idioma que nadie habla: no está escrita sólo en español, pero tampoco solamente en quechua. Está contada en un español enunciado desde el quechua. Es, así, un lenguaje poético que inventa a su lector futuro. Porque es el idioma que los peruanos hablaríamos si fuésemos bilingües. Una comunidad políglota ocupa el futuro como su origen.
¿Qué tienen en común el quechua y el catalán, el aymara y el gallego, el guaraní y el vascuence, el mapuche y el bable? El español, digo yo, como lengua mediadora. Las lenguas que promedian con el español pueden atravesar su genealogía autoritaria y, liberándolo de la burocracia y los poderes restrictivos, pueden recobrar su horizonte crítico en el plurilingüismo que nos suma. Nada sería menos moderno que condenarnos al monolingüismo. La literatura que hace esta varia familia, a pesar de traumas y trampas del pasado que insiste en repetirse, es ya una comunidad futura. En la historia cultural iberoamericana, la literatura ha sido siempre una utopía comunicativa.
José María Arguedas
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En el siglo XIX, la filología había sido la disciplina que acompañó al Estado nacional. Gracias a ella, cada país europeo encontró un texto fundador para darse lugar en los orígenes de la formación del Estado. Andrés Bello nos devolvió el Cantar del Mío Cid, del que fue uno de sus primeros editores alertas. Desde Londres, donde tuvo como interlocutor a Blanco White, pensó que los latinoamericanos necesitábamos que España tuviese un texto fundador para que fuese una civilización moderna y nuestro punto de referencia. El cantar del Cid había sido considerado un texto bárbaro, pero Bello demostró lo contrario: era la trama de una métrica refinada, que venía de la memoria culta del Romance. Que la filología pudiese ser una historia verbal del porvenir no es menor proeza del humanismo políglota de Bello, Darío, Alfonso Reyes y Borges, que en los nombres vieron no sólo el objeto sino su escenario, no solamente el sujeto sino su libertad. Borges practicó una historia posterior de la lengua, no la de los orígenes, que son otro discurso, sino de la simultánea concurrencia del lenguaje, que Octavio Paz concebía como la ciudadanía contemporánea. Borges, se diría, ha desfundado los orígenes españoles, liberando a su literatura más viva de las obligaciones regionales, las hablas topológicas y las biografías que sustituyen a la obra. No en vano los narradores y poetas de este siglo español han hecho suya la inteligencia inventiva del operativo desconstructor borgiano, y buscan hacerlo todo de nuevo.
Alfonso Reyes debe haber ejercitado la primera gran suma atlantista, pero no como una mera enciclopedia niveladora sino como una permanente diferencia, hecha del lado del futuro, que en su prédica siempre es liberal y, a veces, prudentemente radical. Por eso dijo que Fernando de los Ríos, al salir de la cárcel, lucía una sonrisa “más liberal que española”. La sonrisa, advirtió, no requiere discurso. Reyes nos hizo conversar con griegos y latinos para mejorarnos la actualidad. Pero hoy podemos apreciar mejor su trabajo precursor por hacer de Brasil parte de la figura americana de las sumas modernas, a pesar de que le tocó la turbamulta conservadora que llegó a tachar su embajada de “comunista”. Escribió crónicas, cuentos y poemas, incluso artículos de información básica, durante su laborioso plazo de diplomático afincado en Río de Janeiro. Ese asombro gozoso precede a los trabajos de Emir Rodríguez Monegal por hacer de la literatura brasileña contemporánea una orilla sin fronteras, de tránsito mutuo y mutua inteligencia. Paralelos son los trabajos de Haroldo de Campos por convertir a la traducción en otra forma de conversación celebratoria. La discusión brasileña sobre el lugar de Gregorio de Matos en esa literatura (si correspondía al siglo XVII o se debía a su descubrimiento moderno) la zanjó Haroldo postulando un comienzo textual: el Barroco como un desplazamiento del origen. Gran traductor de todas las lenguas que quiso leer, asumió el presente como un tiempo sin comienzo ni final, como una pura geotextualidad políglota y feliz. Coincidió, a sabiendas, con Lezama Lima, otro enciclopedista antienciclopédico, con su tesis de que el modo de representación americana se debe al Barroco, a la plena madurez de esta lengua.
Quisiera argumentar que la cultura brasileña, desde la poética de la antropofagia modernista y las sagas de la migración de Nélida Piñon y Moacyr Scliar, hasta la destreza de su actual poesía, de vasos comunicantes con la hispanoamericana, ha ido construyendo lo que será uno de los horizontes literarios de este siglo: el dialogismo español/portugués, ese otro bilingüismo en marcha, cuya fuerza política y vocación multilingüe bien pueden levantar uno de los espacios literarios del futuro, que entre nosotros es siempre la parte salvada de la historia. Dada la globalización del mercado y sus servidumbres, ese territorio cultural se afirma como promesa compatible. A la hipótesis en construcción de un algoritmo barroco la lección brasileña agrega su horizonte antitraumático y su tradición de futuro. Brasil será el espacio americano que este siglo pruebe la existencia de América Latina.
No hace sino confirmar estas correspondencias de espacios en construcción interpolada, el hecho de que el extremo inclusivo, esa figura de la retórica que prodiga la lectura atlántica, esté también en juego, este siglo, en Cuba. Uno de los países más pequeños de la humanidad del español, donde todas las fases de lo moderno fueron ensayadas, se debe por entero a su cultura histórica y artística, que es paralela a la brasileña (excepcionalistas, barrocas, hechas de la mezcla, atlántica una, lusitánica la otra); y cuya alegoría literaria está animada por la misma certidumbre poética del futuro que alienta en la generación de Orígenes y la del modernismo brasileño. Esos polos de corriente alterna se nos aparecen como dos espacios de textualidad prodigiosa, incluyentes de África y Asia; y, contra los pronósticos ideológicos, decisivos a la hora de compartir las apuestas del lenguaje más crítico, el más creativo.
Montaigne se había mostrado deseoso de participar en esta conversación trasatlántica. Pensaba que el descubrimiento del Nuevo Mundo era una aventura humana mayor, y contrató a unos marineros que habían estado en el Caribe para que le narrasen su odisea. Pero concluyó que eran malos informantes y peores conversadores. Melancólicamente, se imaginó conversando con Platón.
Escribió Montaigne lo siguiente: “siento que Licurgo y Platón no los hayan conocido [a estos pueblos americanos] porque esas naciones sobrepasan las pinturas de la Edad de Oro […]. Es un pueblo, diría yo a Platón, en el cual no hay ricos ni pobres […]. Las palabras mismas que significan la mentira, la envidia […] les son desconocidas”.
Es extraordinario que pensara que al revés de los idiomas europeos, donde estas palabras le resultaban prominentes, fuesen desconocidas en los lenguajes americanos. En esa alteridad atlántica veía una conversación por hacerse.
Quisiera proponer que pensemos en la literatura trasatlántica como el intento de reconstruir la plaza pública de los idiomas comunes, desde la perspectiva de un humanismo internacional y a partir del modelo de la mezcla, que sigue siendo el principio moderno por excelencia. Esta construcción de espacios inclusivos pasa por el cuestionamiento radical del lenguaje autoritario, para retomar en su plena actualidad dialógica la civilización de la voz desnuda, que postulaba Levinas como la certidumbre ética. La crítica del lenguaje, que es nuestra genealogía del futuro, nos permitirá conjurar el monstruo ideológico que asola nuestra lengua.
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Texto publicado por la Revista de la Universidad de México http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=9&art=96&sec=Art%C3%ADculos#subir
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