jueves, 16 de mayo de 2013

Mi amigo Jesús Urzagasti

Mi amigo Jesús Urzagasti
Por: Julio Ortega
Casi todos los buenos escritores bolivianos son fatalmente secretos pero el más secreto de todos es Jesús Urzagasti. No digo que fue, aunque haya muerto hace unos días, porque los mejores escritores nacen y viven para siempre en el lenguaje. La lengua española es un buen país para morir, como había previsto Jesús, porque está encendida por las lenguas originarias, y el español de la mezcla es bueno para hablar pero también para callar.
Había nacido en  1941. Trabajó en el diario “Presencia” de 1972 a 1998. Fue jefe de la sección cultural, jefe de redacción y director de Presencia Literaria. En 1969 obtuvo una beca de la Fundación Guggenheim. Es autor de las novelas Tirinea (1967), En el país del silencio (1987), escrita desde tres heterónimos, traducida al inglés y celebrada por Gregory Rabassa como una de las mejores novelas latinoamericanas después del “boom”; De la ventana al parque (reeditada por la UNAM, México) y Los tejedores de la noche. Sus libros de poesía son: Yerubia La colina que da al mar azul y Frondas nocturnas, con Sulma Montero.
Tenía la intensidad reposada de quien viene de lejos. Había nacido en Campo Pajero, en el Gran Chaco, hijo de agricultores, y era ducho en mitos y agonías de la frontera. Escribía con sobriedad y fludiez, en cláusulas de idas y vueltas, sumando y precisando. Su prosa, como su poesía, es de inmediato reconocible por la autoridad de su dicción, esa objetividad de lo vivo que transcurre con plena suficiencia. Siempre pensé que su escritura era clásica: la forjó una idea de lo imaginario como lo más cierto. Pertenece a la poética de la veracidad, a esa poesía de lo vivo durando en el lenguaje.
La última vez que lo vi fue en el Congreso de la lengua española en Rosario. Me pidieron hacer una sesión sobre la literatura hispánica en contacto con otras lenguas, y pude invitarlo para hablar de su frontera. Fue feliz en esa sesión donde el quechua, el yucateco y el aymara navegaron en español desplegado.

DESDE LA FRONTERA
Por: Jesús Urzagasti
Vine al mundo en la zona sur de Bolivia, vale decir, en una provincia lindante con el Paraguay y la Argentina. Mi lengua materna, el  castellano, no fue óbice para que voces de diversa índole se cruzaran por mi camino con sus cadencias nómadas, reanimando así el hemisferio en sombra de tobas, chulupis, chorotis, tapietes y algunos más que no se perdieron del todo porque estamparon su silencio en mi memoria.  
En un escenario privado de diccionarios y sin mayor contacto con los libros, el asombro del niño convive con la audacia de los mayores en el ejercicio de nombrar lo visible y lo invisible. Sin este aprendizaje orientarse en la geografía natal es cosa difícil.
En aquellos tiempos, hablar castellano daba un prestigio incierto, porque entre ágrafos se recela por igual del que escribe su nombre y del que no sabe deletrearlo. Dicho de otro modo, neófitos y cristianos compartían la realidad, pero diferían en el modo de usarla; así, aglutinados por una idea pero con palabras entreveradas, decían de una manera y sentían de otra. 
Se sabe que hacer visible la realidad mediante la comparación de cosas disímiles, es prodigio de la metáfora. En el caso del lenguaje popular, hablar en sentido figurado supone conocer la realidad y compartir hechos colectivos; quizás en ese detalle nada trivial estriba su mayor complejidad, al menos con relación al lenguaje culto. Las pruebas de este proceso están al alcance de todos:
—Se habla  tal como se anda o camina.
—Los sinónimos proponen parecidos o similitudes mediante términos que a la larga significan cosas distintas.
—Ni siquiera los muertos, aún menos los vivos, tienen la exclusividad del pasado.
—Estar callado es una anomalía cuando el idioma no restituye al silencio su remota jerarquía
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario