A 130 años de ‘Juan de la Rosa’
El año que se inicia, pleno de esperanzas, se
conmemora los 130 años de la publicación de Juan de la Rosa, novela que
lleva trazas de eterna vigencia por cuanto el tiempo transcurrido la
encuentra en plena lozanía. No en vano escritores de renombre, de la
talla de Marcelino Menéndez y Pelayo, Luis Alberto Sánchez, Carlos
Medinaceli —junto a otros no menos importantes—, de las más diversas
nacionalidades, a su turno apuntaron elogiosos comentarios sobre tan
bien redondeada novela histórica.
Aparecida en El
Heraldo de la ciudad de Cochabamba, en 1885, es la obra que sin asomo de
duda alcanzó el mayor número de reediciones en Bolivia. Su lectura se
ha tornado obligatoria en los establecimientos educativos y quizá pocos
que sepan leer no la conozcan, aunque —como en todas partes— hay reacios
de espíritu que no se atreven a hojear un libro. Juan de la Rosa
constituye, pues, la novela boliviana por antonomasia.
A manera de prólogo, el volumen (Los amigos del libro, décima edición,
1969, pp. 320) registra el texto de una carta enviada por el autor al
corresponsal de la sociedad “14 de Septiembre” en Caracato, lugar donde
está datada la misiva. En ella Juan de la Rosa, ya entrado en años,
expresa:
“Con el título que me ha dado mi mujer
(última carroña de los tiempos de la independencia) —me he dicho— puedo
pedir a la juventud de mi querido país que recoja alguna enseñanza
provechosa de la historia de mi propia vida.
“Creo,
además, que ha de haber en ella detalles interesantes, un reflejo de
antiguas costumbres, otras cosillas, en fin, de que no se ocupan los
grandes historiadores”.
En efecto, a la par que
ofrece un mensaje de amor al terruño y a la libertad, la novela presenta
los módulos bajo los cuales discurre el tiempo en la plácida comarca
que fue la Villa de Oropesa y sus campiñas aledañas, en una época que
vino a alterar su paz proverbial debido a que hombres, mujeres y niños,
en el común afán de edificar una patria sin amos ni depredadores, se
alzaron en armas contra las fuerzas que defendían el privilegio ibérico.
Curiosamente, estas Memorias del último soldado de la independencia no
proceden de caudillo ni de guerrillero alguno que hubiese pasado a la
historia, sino de un pequeñuelo que vivió y creció con la llama del
coraje inflamada en el pecho y que jamás supo de deserciones. Juanito
era hijo de la linda Rosita, joven criolla que ejercía el oficio de
encajera, proviniendo de esta circunstancia el nombre de Juan de la
Rosa.
Más allá del aspecto físico, Rosita encarna la
abnegación y el sacrificio de una mujer del pueblo que trabaja
incansablemente para proporcionar el sustento diario a Juanito, quien no
deja de recibir el cariño y la protección necesarios, para hacer de él
un hombre de bien.
Si su madre le proporciona lo
indispensable en orden a las necesidades materiales, Fray Justo, su
“oficioso maestro de lectura”, como él lo llama, le inculca bases
sólidas en cuanto respecta a moral y disciplina espiritual. Fue este
padre agustino, formado en las aulas de San Francisco Xavier de
Chuquisaca, el que habría de explicar al rapazuelo el sentido y los
alcances del alzamiento popular del 14 de septiembre de 1810 en la
capital del valle. Postulados de avanzada para la época, como la prédica
de la igualdad de los hombres, la justicia que debiera regir entre
españoles, criollos, mestizos e indígenas, y muchos otros temas
inspirados en la palabra cálida y el mensaje humanitario del arzobispo
de La Plata, Fray Joseph Antonio de San Alberto, le fueron transmitidos a
aquel muchacho de 11 años que empezó a mostrar un interés poco común
por la causa emancipadora, entregándose a su servicio en cuerpo y alma
sin escatimar esfuerzos.
Juanito durante mucho tiempo
desconoce su origen y la vez que inquiere sobre el particular recibe
evasivas que lo confunden más. De labios de Fray Justo escucha al fin la
noticia que despeja la incógnita, siéndole revelado que es el nieto de
Alejo Calatayud, ejecutor de un notable episodio histórico. Rosita muere
y el pequeño pasa a depender, en calidad de expósito, de la familia
mayorazgal de Márquez y Altamira, cuyos miembros de la noche a la mañana
se convierten —por aquellas cosas de los falsos títulos nobiliarios— en
los Marqueses de Altamira…
Recluido en su
habitación, Juanito sale fuera solo para entrevistarse con Fray Justo,
encontrándose al propio tiempo con el cerrajero Alejo, personaje que
describe las acciones de la batalla de Aroma, en la que las fuerzas
patriotas comandadas por Esteban Arze obtienen la victoria. Motivado por
éste y otros comentarios, el menor participa en la resistencia popular
del 27 de mayo de 1812. Cochabamba toda, iluminada en el crepúsculo del
sacrificio, cubre su faz de gloria al protagonizar sus mujeres la
heroica defensa en la colina de San Sebastián.
El
relato de las batallas y demás sucesos históricos que acertadamente
emplea Nataniel Aguirre para dar forma a la novela en el desarrollo
argumental fue tomado de las conversaciones que sostuvo con su
progenitor y algunos sobrevivientes de la denominada “guerra de los 15
años”, que culminara el 6 de agosto de 1825. Lo admirable en ello es la
manera en que el autor supo plasmar sobre el papel ese cúmulo de
información oral, concitando la expectativa de los lectores desde la
primera a la última página, en lenguaje sencillo, desbordante en
imágenes de la ciudad y el campo que sirven de fondo al devenir de los
acontecimientos, y en cuyo escenario principal se mueve un pueblo
erguido —en franca rebelión contra la injusticia— en pos casi dramático
de un mejor destino.
Hoy en día esta obra novelística
que raya en lo histórico no ha perdido un ápice de interés, hecho digno
de ser puntualizado —tras 130 años desde su publicación— en un medio
donde tan pronto como aparecen se pierden ciertos títulos bajo un manto
de olvido y otro de incomprensión.
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