viernes, 11 de abril de 2014

Los españoles nunca fueron buenos con los mapas, pero aun así...

Bolivia (Audiencia de Charcas) fue un territorio codiciado por los enemigos de España. Las autoridades que gobernaban a distancia desde el Consejo de Indias debieron conciliar poderosos intereses y controlar fuertes presiones para que los encomenderos acataran y cumplieran con las disposiciones de la Corona (obedecer la ley) y se evitara así revueltas y guerras civiles motivadas por los intereses más mezquinos que se pueda imaginar. (Con el tiempo la Independencia llegó, pero los encomenderos se quedaron. Nuestra vida política no variará demasiado hasta el 9 de abril de 1952.)

A partir del descubrimiento de las riquezas de las costas bolivianas, los historiadores oficiales y oficiosos de Chile del siglo xix se valieron de todas aquellas artimañas, intrigas y confusiones del período colonial para intentar demostrar que nunca hubo una delimitación clara de las fronteras entre Chile y Bolivia. Cuando Chile invadió Bolivia en 1879 no estaba en duda nuestra cualidad marítima. A partir de 1929, sobre todo con el "redescubrimiento" o invención de Diego Portales, la oligarquía chilena en la figura intelectual de Agustín Edwards se dedicó a  distorsionar la historia de manera sistemática para ocultar y consumar la usurpación marítima a Bolivia.

Si hacemos caso a un político serio y candidato a la presidencisa de Chile, Marcos Enríquez Ominami, en 1929 el gobierno facista del Chile, atendiendo la coyuntura internacional, tomó la iniciativa de firmar el Tratado de Paz con el gobierno del Perú de aquel entonces (igualmente de tendencia facista) para ahogar con el encierro a Bolivia y polonizarla (repartírsela entre los vecinos).  En realidad, más que un tratado de paz, aquel años los gobiernos de Chile y Perú firmaron un acuerdo implícito de repartirse el país. Desde entonces la situación no ha variado para la desdichada Bolivia.

Entre todas aquellas falsificaciones históricas, el trabajo de Claudio Gay tal vez sea el más grosero, pero la lista de libros laboriosa y pacientemente falsificados (ediciones mutiladas, informes de misiones científicas alterados o incompletos) no ha cesado: los manuscritos de Tadeo Haenke hallados en Londres, la edición alterada de la Expedición Malaspina, son sólo algunos de los más notables.

Sin embargo, el "monstruo polimorfo" de aquella diplomacia no termina de mutar. El cambio de estrategia del gobierno de Sebastián Piñera obedece al hecho de que no le es posible continuar ocultando la verdad histórica --sostener la tesis de que el mar boliviano fue un invento del Libertador Bolívar-- y ha variado hacia la imposición de otra tesis fraudulenta: que las fronteras en Sudamérica quedaron establecidas en el siglo xix y que no hay nada que discutir. Sin embargo, esta diplomacia se ha cuidado de mencionar que las fronteras internacionales en Sudamérica tienen como base y punto de partida los acuerdos entre las Coronas de España y Portugal, por un lado, y el uti posidetis de 1810 acordado por los libertadores Bolívar y San Martín.

El "espíritu español" que heredamos (sectarismo y mezquindades de aldea) lastimosamente llega hasta nuestros días. No en balde cierta oligarquía en Bolivia se siente más próxima a la ideología y la manera de pensar de la oligarquía chilena que al gobierno progresista de Evo Morales, un presidente de extracción india. Esto es así porque --como decía el diplomático de la dictadura de Augusto Pinochet, Mario Barros van Buren-- en el fondo de lo que se trata es de acabar de someter o "civilizar" a los países indoamericanos (tradicionalmente se considera indoamericanos a países como Bolivia, Perú, Ecuador, Guatemala y México).

Al mismo tiempo que Chile ha sido un factor de intestabilidad política y geopolítica para toda la región, la diplomacia de aquel país ha pretendido sembrar la idea que si se atiende a la demanda boliviana, se estará atentado contra la paz internacional, se abrirá la Caja de Pandora entre las naciones del mundo que aman la paz... Bolivia ha tomado el buen camino al recurrir al tribunal internacional de La Haya. Felicitaciones.
--Franklin Farell Ortiz

























Hemeroteca

«El mapa general de la Península nos presenta cosas ridículas de unas provincias encajadas en otras, ángulos irregularísimos por todas partes, capitales situadas en las extremidades de los partidos, intendencias extensísimas y otras muy pequeñas, obispados de cuatro leguas y obispados de 70, tribunales cuya jurisdicción apenas se extienden más allá de los muros de una ciudad y otros que abrazan dos o tres reinos; en fin, todo aquello que debe traer consigo el desorden y la confusión». Así describía el famoso poeta y pensador valenciano León de Arroyal la división territorial de España a finales del siglo XVIII.
No era para menos. Con todo este «caos», al Gobierno central le resultaba muy complicado hacer llegar sus órdenes y providencias a la gran cantidad de pueblos y regiones históricas que tennía la Monarquía. Había jurisdicciones inferiores, intendencias, partidos, corregimientos, alcaldías mayores, gobiernos políticos y militares, realengos, órdenes, abadengos o señoríos que convertían a España, a diferencia de otros países de Europa, en un lugar «abigarrado, complejo, confuso y caótico», según calificaba Aurelio Guaita, catedrático de Derecho Administrativo, en «La división provincial y sus modificaciones».
Será a finales de octubre de 1833, poco después de morir Fernando VII, cuando la regente Maria Cristina inicie un ambicioso plan de reformas políticas y administrativas, la más importante de las cuales se le encargaría al ministro de Fomento Javier de Burgos: una división racionalizada del territorio español. El objetivo no era otro que uniformar y centralizar el Estado, a fin de facilitar, de manera más rápida y eficaz, la labor de Gobierno central sobre el conjunto de España.
Un siglo y medio de vigencia
Apenas un mes después de ser elegido De Burgos para tamaña empresa, el 30 de noviembre de 1833, se aprobaba el decreto por el que quedó dividido el país en 49 provincias. Una obra de extraordinaria importancia si tenemos en cuenta que estas han permanecido intactas al cabo de un siglo y medio, con la aparición tan solo de una más en la antigua provincia canaria. Y todas ellas tomarían el nombre de sus capitales, excepto las provincias de Navarra, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, que aun conservan sus denominaciones.
La «nueva» España dibujada por Burgos tenía, además de las 49 provincias, 14 regiones y, a partir de abril de 1834, 463 núcleos de población con juzgado de primera instancia. Estos últimos eran los «partidos judiciales», cuyas características permitieron establecer fácilmente las «cabezas» de los mismos, que, hoy en día, se han reducido bastante en número.
Toda esta organización era «un medio para obtener los beneficios que meditaba hacer a los pueblos», podía leerse en el Real Decreto publicado en la prensa de la época, con un Burgos que definía a las provincias como «el Centro de donde partiese el impulso para regularizar el movimiento de una máquina administrativa».
Sin embargo, la nueva estructura de De Burgos no siguió, a diferencia del modelo francés, que era más racionalizado, un criterio meramente geográfico, sino también un carácter histórico, respetando las divisiones de los antiguos Reinos, y teniendo en cuenta al mismo la distancia y el número de habitantes de cada núcleo de población.
La oposición
No fue fácil llegar hasta aquí. Costó tiempo y paciencia dividir el territorio español tal y como lo conocemos hoy en día. En 1785 se le había encargado al conde de Floridablanca una espacie de ordenación y catalogación de las provincias existentes, enumerando los núcleos de población que pertenecían a cada una de ellas e indicando su situación jurídica.
En 1810, José Bonaparte, siguiendo el modelo francés, lo dividió en 38 prefecturas y 111 subprefecturas. Pero estas tampoco funcionaron, ya que los afrancesados nunca llegaron a tener el control de todos los reinos. Y luego fracasaron también las Cortes de Cádiz de 1812, que tampoco supieron aplicar la racionalidad geométrica a la Península Ibérica.
Tras Javier de Burgos, la reforma fue continuada por los moderados a lo largo de todo el reinado de Isabel II, pero sufriendo los constantes ataques de la oposición. Estos comprendía, sobre todo, a los progresistas, y eran especialmente críticos en la cuestión del reparto de los municipios. Y más tarde serían los republicanos federales, quienes se opondrían al proyecto por su «excesivo centralismo».
Pero el tren puesto en marcha en 1833 ya no se detendría en el siguiente siglo y medio, y, salvo pequeñas cambios puntuales, España quedará fijada bajo el trazo dibujado por Javier de Burgos.

Publicación original: http://www.abc.es/archivo/20140411/abci-division-provincias-javier-burgos-201404102035.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario