martes, 23 de julio de 2013

Los ecos del Powow

Como un poderoso trueno empieza a retumbar un enorme tambor ceremonial golpeado por una decena de hombres.

Powow                                     Fotos: Ivar Méndez



La Razón Digital / Ivar Méndez
00:00 / 21 de julio de 2013
En la atmósfera  se respira intensidad y se percibe una energía poderosa,. Una ola de agitación se apodera de los cuerpos de los numerosos participantes congregados en el ingreso a la arena. Como en el inicio de una maratón, se preparan para hacer su entrada.

El resplandeciente sol del mediodía de junio, verano en Saskatchewan (Canadá), hace resaltar sus trajes   bordados con hilos de colores, cuentas  y lentejuelas que brillan como estrellas. Las delicadas plumas de águila que adornan sus cabezas parecen estremecerse con la tibia brisa de la pradera. Es difícil reprimir los adjetivos de hermoso, elegante, deslumbrante.

De pronto, como un poderoso trueno empieza a retumbar un enorme tambor ceremonial, golpeado furiosa y simultáneamente por una decena de hombres sentados alrededor del instrumento. El ritmo de dicho tambor es acompañado por el agudo canto de estos personajes. Los participantes empiezan a bailar siguiendo escrupulosamente el compás de la percusión y con una sobriedad casi mística entran en la arena; ¡el Pow Wow ha comenzado!

Estoy presenciando una ceremonia festiva que realizan desde tiempos inmemoriales las naciones originarias de Norteamérica, especialmente las de Canadá. Esta tradicional ceremonia es denominada Pow Wow, que significa líder espiritual, y se la realiza para rendir honor a los espíritus ancestrales y la cultura nativa de esas naciones.

El Pow Wow es una oportunidad para congregarse y compartir las costumbres de tribus hermanas por medio de competiciones de danza y música.

El encuentro festivo generalmente se lleva a cabo al aire libre en época de verano y el sitio es preparado al detalle en una serie de círculos concéntricos; el principal es el espacio donde se realizan las danzas; alrededor del mismo está el de los tambores y sus músicos, en número que puede variar y que en esta ocasión son ocho que se alternan proveyendo el acompañamiento a los danzantes. Rodeando los tambores está el círculo de asientos para los participantes y sus familias, seguido por el círculo de los espectadores y, finalmente, el de las carpas tradicionales donde se ofrecen artesanías y comida típica a los visitantes.

Los danzantes
Ingresa a la arena el danzante que encabeza el Pow Wow, quien está lujosamente ataviado con un traje de cuero de alce bordado con cuentas doradas y plateadas; lleva en su cabeza un espectacular tocado de plumas de águila y la cara pintada de franjas blancas y negras.

Sus movimientos son precisos y elegantes, pero al mismo tiempo vigorosos; sus pies calzados de hermosos mocasines bordados con motivos antropomórficos llevan el compás del tambor con perfecta armonía. Su mirada se dirige a un punto focal más allá de la arena y de todos nosotros, como si mirara hacia otra dimensión.

En la mano izquierda, el danzante lleva un bastón de mando tallado en madera y en cuyo extremo superior está representada una cabeza de águila; en la derecha porta un abanico de plumas que agita con autoridad, como bendiciendo a los espectadores que se mantienen absortos y en silencio y parecen estar sumidos en un trance hipnótico ante una figura  celestial.

Detrás del personaje principal entran alrededor de 300 participantes del Pow Wow, en bloques bien definidos. Primero los miembros ilustres de las comunidades que intervienen portando banderas de Canadá y de sus respectivas tribus; luego los beneméritos de guerras vistiendo antiguos uniformes militares, algunos enarbolando banderas de sus regimientos.

A medida que ese primer bloque de dignatarios se ubica en el centro de la arena, el ritmo del tambor se acelera y las voces agudizan su timbre. El escenario se electrifica y parece temblar cuando ingresan los bailarines principales, cuyos movimientos alternan entre saltos y contorsiones giratorias, como si estuviesen guiados por un eje espiritual.

Sus trajes captan mi particular atención. Son diferentes el uno del otro, no hay dos iguales, a diferencia de las tradicionales danzas folklóricas bolivianas, en las que numerosos grupos de bailarines lucen trajes uniformados, como se aprecia en Gran Poder o en Carnavales.

La energía que generan los bailarines varones es extraordinaria; en su indumentaria están representados  seres como el lobo, el oso, el zorro, el búfalo y otros.

Las pieles de esos animales se incorporan en los trajes y se dice que el espíritu de ellos se transmite a los danzantes, con lo que se establece una conexión mística con la naturaleza y la fauna que se refleja en todos sus movimientos.

Las mujeres entran detrás de los hombres; ellas mantienen una postura erguida, sus movimientos no son bruscos y tienen la cabeza ligeramente extendida cual si mirasen el cielo. Los brazos se apoyan en las caderas o se los extiende a los lados agarrando el colorido chal que cubre sus hombros. El contraste de sus movimientos con el de los varones es evidente. El movimiento de sus pies es delicado y a la vez rápido, con lo que mantienen el ritmo del tambor.

Hay un aire de elegancia y sofisticación femenina que se complementa perfectamente con la energía y dinámica de los varones. Los trajes de las mujeres son más simples y se parecen al tipoy oriental, con cientos de campanitas añadidas a sus vestidos y que suenan rítmicamente con cada movimiento.

Finalmente entran los niños, imitando el movimiento de los mayores con seriedad y con trajes tan vistosos como los de los principales danzarines. Son quienes aseguran la pervivencia de una costumbre que ayuda a mantener la memoria de las culturas autóctonas.

Todos los danzarines se mueven en una espiral cuyo eje principal es el centro de la arena marcada por el danzante que encabezó la entrada. El ritmo fuerte y marcado de los tambores, los movimientos vigorosos de los hombres y la delicadeza de las mujeres tienen un efecto paradójico en el que se mezcla la algarabía de los bailarines con la espiritualidad de la entrada que expresa claramente un orgullo y respeto a tradiciones ancestrales.

El sonido de los tambores pronto me recuerda la cadencia de similares instrumentos de percusión que usan los quenaquenas en la comunidad de Ilabaya, cerca de Sorata (La Paz, Bolivia), donde pude observar, hace un par de años, la danza de los wakatokoris con motivo de la festividad del patrono de Ilabaya, el Señor del Dulce Nombre.

Al admirar tan solemne celebración de pueblos norteamericanos reflexionó acerca de las similitudes y diferencias entre ambas festividades y se hace evidente que existe una tradición común en las naciones originarias de la Américas y es la reverencia por la naturaleza, el espíritu de las montañas y los animales.

Envuelto en mis pensamientos y con cierta curiosidad me encamino hacia las carpas ubicadas en el círculo más periférico del Pow Wow, donde se sirve la comida típica de las naciones originarias del Canadá, y mientras le doy un mordisco a mi filete de búfalo, mi mente y espíritu inevitablemente se remontan hasta los Andes bolivianos.

La provincia de Saskatchewan
La provincia de Saskatchewan, en el oeste de Canadá, tiene la forma de un trapecio que está al centro de las praderas de ese país norteamericano. Su capital es Regina, aunque la mayor parte de la población se concentra en la parte sur de la provincia, particularmente en la ciudad de Saskatoon. La agricultura, particularmente el cultivo del trigo (45% de todo lo que se cosecha en el país), es una parte fundamental de la economía provincial. Otra fuente importante de recursos es la minería; Saskatchewan es la mayor productora de uranio del mundo.

El nombre de la provincia proviene del río homónimo, palabra que deriva del idioma cree y que significa “río de curso veloz”.

En Saskatoon se encuentra una de las universidades con mayor tradición, fundada en 1907, que ofrece más de 100 programas académicos y profesionales. Está catalogada entre las 300 mejores universidades de investigación del mundo, con dos ganadores del Premio Nobel entre sus graduados.

(*) El autor es Profesor de la cátedra de Neurocirugía y  Director del Departamento de Cirugía del Real Hospital Universitario y la Universidad de Saskatchewan, Canadá.

(**) Una primera edición de este artículo, además de las sugerencias, corresponden a la Dra. Ivonne Aracena Landaeta.


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